Cultura

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Quiero que me cuentes cuando fuiste artista de cine

Por Marcos E.C.

La pelota, botando sobre la grava, ya sin fuerza chocó contra los zapatones deslustrados del hombre anciano que descansaba, como todas las tardes, con las piernas estiradas y los brazos recargados sobre el espaldar en la banca de metal del parque.

Tras la pelota llegó corriendo un chiquillo, quien jadeante se plantó ante el viejo.

– Perdona, es mi pelota.

-Cuando el balón sale del terreno de juego, el pase fue malo o el receptor incapaz – su voz era grave y fresca, no parecía ser la de un anciano.

El niño tomó la pelota y se sentó junto al viejo observándole con curiosidad mientras trataba de ajustar los cordones de los zapatos.

– Si los aprietas demasiado, vas a perder el toque. Pelé jugaba con los zapatos medio sueltos – volvió la cara hacia el niño sonriendo.

– ¿Quién es Pelé? Preguntó el niño, al tiempo que se levantaba rápidamente al escuchar los apremiantes gritos de sus compañeros.

– El más grande del fútbol.

-Ahora que termine el partido regreso, ¿me esperas?

El viejo asintió con un leve movimiento de la cabeza, mientras cambiaba de posición en la banca, para poder ver mejor el partido que se estaba desarrollando.

– Tengo todo el tiempo del mundo.

Mientras el chiquillo se alejó botando la pelota, el viejo saco del bolsillo de su también viejo chaquetón, un cigarrillo arrugado, lo estiró, golpeó uno de los extremos contra la uña de su dedo pulgar y se lo llevó a los labios sin encenderlo.

Era una de esas personas de edad indefinida, que igual podía andar en los cincuentas que cerca de los setentas. Los verdes ojos vivos bajo las cejas hirsutas eran los de un hombre aún lleno de vitalidad, pero su cabello casi blanco, opaco y lacio, cayendo en mechones sobre los hombros le daban aquel aspecto de anciano venerable. Vestía descuidadamente; el chaquetón de pana con amplios bolsillos ya deformados cubría una camisa de mezclilla abotonada hasta el cuello. Los pantalones, arrugados y un poco estrechos, apretaban la cintura, partiendo en dos su grueso abdomen, única parte de su cuerpo que contrastaba con su estructura ósea prominente. Sus manos grandes de largos dedos rematados en uñas descuidadas donde se reflejaban tanto el paso de los años, como las constantes encendidas de cigarrillos, descansaban colgando del respaldo de la banca y el cigarrillo apagado se movía incesantemente entre los finos labios coronados por un bigote descuidado que caía a un lado de las comisuras, haciendo juego con su cabellera.

Se decidió por fin a encender el cigarrillo utilizando una caja de cerillos de cocina que sacó de su interminable bolsa, y se rascó la calva que agrandaba la frente ya amplia de por sí. Fumó pausadamente, inhalando con fruición cada bocanada, tomando el cigarro entre los dedos índice y pulgar de su mano izquierda, mientras observaba interesado el partido de fútbol, que, en la explanada cercana a su banca, disputaba un grupo de críos con más gritos y entusiasmo que eficacia.

A las cinco de la tarde, el parque mostraba lo mejor de sus contrastes. El ocre deslavado de la grava recibía la móvil sombra de los grandes álamos de viejos y resecos troncos, junto a los cuales los setos, obligados a su enanismo por la periódica poda, relucían de intenso verdor. El pasto, cuidadosamente uniforme en algunas áreas, se veía desgarrado con lunares de tierra en otras, las dedicadas a las actividades deportivas de los niños que allí se reunían después de la comida y antes de embeberse en las odiadas tareas escolares.

A las cinco de la tarde el parque bullía de actividad. Sus veredas se llenaban de risas de niños, de parloteos de las madres entre puntada y puntada de los interminables tejidos y de reclamos de interminables vendedores. Algunos hombres de traje y corbata se aflojaban éstas mientras saboreaban los helados que expendían los carritos que llenaban el ambiente con sus campanillas, compitiendo con el trinar de los pájaros, que confiados saltaban a los pies de los paseantes picoteando residuos de las palomitas de maíz y los chicharrones, papas y toda clase de golosina que entre juego y juego, charla y charla, los visitantes del parque van dejando caer.

Las verdes bancas metálicas estaban ocupadas por parejas de novios que se declaraban su amor entre sueño y sueño o de ancianos que tranquilamente disfrutaban de aquel agradable sol de verano, al tiempo que recordaban lo que las jóvenes parejas soñaban.

Todo era bucólico en aquel parque, que aún guardaba el encanto que ofrecían las colonias de clase media.

El viejo se enderezó en su asiento al ver al chiquillo que, cumpliendo su promesa, se acercaba sudoroso con la pelota en sus manos.

– Hola ¿Cómo te fue en el partido?

– Ganamos catorce a diez.

– ¿En una hora de juego? Es toda una hazaña.

– Yo metí tres goles.

– Te felicito, ¿juegas de delantero?

-No, soy portero, pero me descolgué varias veces.

– Siéntate y descansa un poco.

– ¿Cómo te llamas? Yo me llamo David, pero todos me dicen Davo.

– Prudencio de la Torre- el viejo extendió su manaza.

– Que nombre tan raro- sonrió Davo apenas abarcando la punta de los dedos con la suya.

– Así que te gusta mucho el fútbol ¿más que la escuela?

– Bueno, la escuela también me gusta, menos las tareas.

Davo metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó lo que parecía una tablilla de chocolate torcida y reblandecida por el calor.

– ¿Quieres un pedazo?

– No, gracias – Prudencio sonrió al ver los esfuerzos del pequeño para despegar la golosina de la envoltura plateada.

– Tú sabes mucho de fútbol ¿verdad?

– De fútbol y muchas cosas más.

– Cuéntame ¿Cuándo tú eras niño, ya había equipos de fútbol?

– Los mejores del mundo.

Y fue así como dio inicio la amistad entre el anciano y el niño. Cuando dieron las seis de la tarde Davo ya conocía la historia desde Quincoces y Zamora hasta Beckenbauer, pasando por Puskas, Pelé, la Araña Negra, el Tubo Gómez, Chava Reyes, Borja, sabía de la tragedia de Maracaná y del partido del siglo en el mundial de México 70.

Oyó hablar de las viejas diferentes formaciones: portero, tres defensas, dos medios, dos extremos, dos interiores y un delantero centro, moviéndose cada uno en áreas bien definidas.

-… y como verás, con esa formación los porteros no podían descolgarse y meter tres goles- terminó Prudencio su larga perorata.

– Que padre todo lo que me has contado.

Davo se levantó y salió corriendo.

– Nos vemos, ya es tarde, mi mamá me estará buscando- Gritó mientras se alejaba.

Prudencio se levantó perezosamente y se encaminó hacia una de las salidas del parque. En la esquina, junto al puesto de periódicos, hizo una burlona reverencia al policía que recargado en el kiosco balanceaba monótonamente su macana.

Las clases teóricas de fútbol fueron remplazadas por muchos tópicos y el tiempo que Davo dedicaba al deporte se fue reduciendo a medida que se interesaba más por el inacabable anecdotario de Prudencio, que parecía conocer de todo y haber vivido todas las experiencias, hasta que las citas vespertinas a las cuatro de la tarde en aquel banco del parque se prolongaban hasta las seis, no dejando ya espacio para otra actividad que no fuera la conversación.

– Prudencio ¿Qué programas de tele había cuando eras niño?

– No había televisión, solo programas de radio.

– Entonces ¿no podían ver nada?

– Claro Davo la radio la veíamos con la imaginación, además estaba el teatro y el cine

– ¿Cómo era eso?

Y entonces comenzaba la catarata de información, que si la “w”, la voz de la América Latina; que si Pedro de Lil; ¡que si Cuidado Margot! ¡Dispara Carlos, dispara!; que si el Monje Loco; el Panzón Panseco; Cuca La telefonista; “apague la luz y escuche, les habla su amigo Arturo de Córdoba” y todo era narrado con tal entusiasmo que Davo comprendió lo que Prudencio decía, la radio se veía con la imaginación.

Y era con la imaginación que Prudencio contó gran parte de sus historias a Davo, siempre le recordaba que lo más importante era soñar y convertir esos sueños en realidad “abre los ojos para soñar y realiza tus sueños con el corazón” era la máxima del viejo.

– Y de la Revolución, qué.

-Bueno la mera revolución no me tocó, pero me acuerdo del General Cárdenas, de la expropiación petrolera, de la segunda guerra mundial…

– A poco! ¿Estuviste en la guerra mundial?

-Claro. ¿tú conoces o has oído hablar del glorioso Escuadrón 201?

– Sí, mi papá me contó que fueron unos aviones que pelearon en Filipinas o algo así.

– Todo empezó cuando los nazis hundieron un barco mexicano, se llamaba “el Potrero del Llano”. Entonces el presidente Ávila Camacho declaró la guerra a las potencias del eje y yo era piloto de la Fuerza Aérea, me presenté como voluntario y nos enviaron…

Davo vivió, boquiabierto, las hazañas de Prudencio, los enfrentamientos desiguales de los aviones mexicanos contra los rapidísimos Ceros japoneses, sintió el silbar de las balas, los aterrizajes forzosos con el fuselaje perforado, vivía la angustia de los compañeros heridos, el regreso a la patria, los homenajes y las condecoraciones.

– ¿Y a ti no te hirieron?

– Solo fue un rozón- Prudencio se levantó las mangas del chaquetón y la camisa y dejó ver una tremenda cicatriz en el antebrazo.

– ¿Y tú medalla?

– Un día de estos te la enseñaré.

Y así de cada tema que Davo sugería, Prudencio conocía los detalles, había participado en múltiples experiencias, siempre en forma relevante. Davo reía con el sabroso anecdotario y se entusiasmaba con las narraciones siempre interesantes; a la admiración se agregó el afecto que sentía por el anciano.

– ¿Prudencio, quieres ser mi abuelo? ¿Puedo contar a mis amigos que fue mi abuelo quien me contó todas estas historias?

Prudencio acarició la siempre alborotada melena de Davo.

– Si quieres que sea tu abuelo, eso está bien, pero decir a tus amigos que soy tu abuelo no, porque eso sería una mentira y los hombres de bien no tienen que decir mentiras, la honestidad debe ser una forma de vida.

– Esta bien Prudencio, eso mismo siempre me dice mi papá, aunque él a veces dice una que otra mentira.

– Davo algo más que debes aprender es a no juzgar y piensa que en ocasiones no decir la verdad, no significa mentir.

-Aunque siempre hay que decir la verdad y por decirla, estuve preso unos días, cuando era periodista de el Excélsior y escribí algunas cosas claras en contra del gobierno cuando la huelga de los ferrocarrileros.

Y ahora le habló de su amistad con Vallejo y Campa, de cómo estuvo preso en Lecumberri, el palacio negro, junto a la celda de Siqueiros. De cuando lo dejaron en libertad, con la advertencia de regresarlo si seguía escribiendo así y como continuó a pesar de todo.

El policía del parque se acercó calmadamente a la banca y Prudencio guardó silencio. Davo se percató de la presencia y la repentina mudez y dijo en un susurro:

– ¿Qué todavía te andan persiguiendo?

– No – contesto Prudencio, lo que pasa es que este tipo es muy metiche.

El policía pasó de largo golpeando la macana en la palma de su mano.

– Prudencio, mi papá dice que, si quiero ser alguien en la vida, tengo que estudiar mucho y ser honrado ¿Tu estudiaste mucho y siempre has sido honrado?

– Si Davo, claro que siempre estudié, siempre le tuve amor al estudio, sin eso no podría haber sido Senador de la República; honrado también porque no me hice un hombre rico, teniendo muchas posibilidades de hacerlo, preferí la sana medianía de un salario pulcro, sin arrepentimientos.

– ¿Qué, también fuiste Senador? A poco tú eras de esos señores que hacen las leyes, como nos dijo el maestro de Civismo.

– Y leyes de las buenas. Entonces había muchos Diputados y Senadores que pensábamos por nosotros mismos, no como ahora que solo están esperando las iniciativas que mande el presidente para de inmediato aprobarlas. En mi época tuve algunos líos por defender las leyes que eran buenas y justas para el pueblo.

– Y ahora ¿a qué te dedicas Prudencio?

– Bueno estoy retirado. De vez en cuando hago algunos trabajitos para completar el gasto y me dedico a leer y a mi gran pasión: aprender.

– ¿Y tu familia?

– Todos están en Coahuila, en Nueva Rosita, bueno los que quedan, mis primos y sobrinos de mi edad.

– ¿Y tus Hijos?

– Nunca me case Davo, con esta vida que he llevado, era imposible tener una familia.

– ¿Y cuándo me vas a enseñar tu medalla?

– A ver si mañana me acuerdo y te la traigo con muchas cosas más.

Al día siguiente Davo salió corriendo de su casa, cercana al parque, con la ilusión de que a Prudencio no se le olvidaran sus medallas. Le pediría permiso para prendérselas en el pecho, aunque fuera solo por un momento; quería sentirse como un héroe, sentirse como Prudencio en sus días de gloria.

Llegó a la banca antes que el viejo y a los pocos minutos le vio acercarse con su caminar pausado y la cabeza erguida. Le saludó con la mano en alto y al verlo Prudencio, apresuró el paso.

– Hoy llegaste temprano Davo, ¿comiste rápido, verdad?

– ¿Trajiste las medallas Prudencio?

El viejo sonrió pícaramente – Hoy no se me han olvidado – y golpeó el bolsillo del chaquetón – Aquí las traigo.

– A ver, a ver, enséñamelas todas.

Prudencio sacó una vieja medalla atada a una cinta descolorida. Extendió el brazo achicando los ojos –Deja ver de qué es ésta.

– Davo se la arrebato de las manos – yo veo bien, préstamela.

– “Al mérito” – volvió la medalla para leer la otra cara – “Asociación Nacional de Actores, 1947”

– Bueno, eso no te lo he contado, pero también estuve en el negocio del espectáculo – río Prudencio recogiendo la medalla – Aquí hay otra, veamos de qué es.

– “Estados Unidos Mexicanos”, que padre está el Águila. “Secretaría de la Defensa Nacional” volvió la medalla – “Al valor en campaña”.

-Esta es de la guerra ¿verdad?

– Efectivamente, esa fue por lo del 201.

– ¿Me dejas ponérmela?

– Claro Davo, permíteme colocártela, igual que lo hizo conmigo el Señor Presidente y hasta le aplaudió.

– ¿Tienes más Prudencio?

– Tengo otras dos, esta, déjame ver, creo que es la del periódico.

– “1945-1965 Constancia periodística”. Del otro lado dice “Sociedad Mexicana de Periodistas” y dos letras que están borradas.

– Eran mis iniciales. Ten la última.

– “Poder Legislativo. Cámara de Senadores”. Del otro lado está un señor y dice en letras chiquitas “veinticinco aniversario de la primera…” y el resto ya no se entiende, ¿me la pones también?

Davo se puso de pie con las viejas medallas colgando de su camisa y en posición de firmes saludó ceremoniosamente a Prudencio, que reía mostrando sus desiguales dientes.

– Mírate nomás Davo pareces todo un héroe!

– Si, lo malo es que no puedo ponerme entre los héroes de la tarea que me dejaron para el Lunes- dijo Davo desprendiéndose cuidadosamente de cada una de las medallas.

– ¿Y te preocupa la tarea?

– Si, algo.

– Davo cuando tengas una tarea que cumplir, cualquiera que esta sea, deja a un lado la preocupación, no te preocupes, mejor ocúpate en las acciones que te lleven a resolverla.

– Es que no me sé bien lo de Hidalgo y Morelos, además quiere que pongamos a otros que no aparecen en mis libros de historia, dice que para que aprendamos a investigar.

– Es cosa de que busques en los libros.

– Si ya sé, pero lo que no sé es en cuáles libros.

– ¿Para cuándo dices que es la tarea?

– Para el Lunes, tengo tiempo, apenas es Miércoles.

Y después mientras manoseaba las medallas distraídamente, Prudencio le contó los pormenores de las ceremonias de condecoración, incluyendo a los personajes de la época, incluso el contenido de los discursos en su honor.

El tiempo transcurrió rápido aquella tarde, entre la elocuencia del viejo y la expresión de admiración de Davo.

– Cuando Davo llegó a la banca, Prudencio fumaba despreocupadamente acariciando la bolsa de plástico que tenía junto a él en que se leía en grandes letras azules “Librería Herrero”.

– Davo, te tengo una sorpresa – le dijo entusiasmado pasándole la bolsa.

– ¿Es para mí? – sacó de la bolsa una edición lujosamente encuadernada.

– Es para tu tarea.

– “¡Los Héroes Nacionales”, Prudencio que padre libro!

– Ahí están todos.

– Hasta que te agarré con las manos en la masa, Picodeoro ¿de dónde te robaste el libro? – El policía se había acercado por la parte posterior de la banca, tomó la bolsa y leyó en voz alta – Librería Herrero. Está cerca de aquí, Jálale! Ya me extrañaba a mi tanta plática, que casualidad.

– Yo no me robé el libro- reaccionó violentamente Prudencio, poniéndose en pie.

– Eso lo vamos a ver ahorita mismo- El policía amenazó con la macana. – Vamos a la tienda, allá nos dirán lo que pasó.

– Oiga señor policía, está equivocado, Prudencio no es ningún ratero, él fue Senador – argumento Davo en franco enfrentamiento contra el vigilante.

– Sí como no, Senador, lo que es Picodeoro, es el ladrón más conocido de la colonia. Ya hacía tiempo que estaba en calma. Vámonos para la tienda – dijo al tiempo que asía al viejo del brazo – Y tú escuincle mejor lárgate para tu casa, esto no te incumbe.

– Pero estuvo en el 201, yo vi la cicatriz de la guerra.

– El 201 ha de haber sido el número de la última celda- rió el policía – y la cicatriz seguro fue de un navajazo de algún otro delincuente.

Se encaminaban hacia la salida del parque. Prudencio malhumorado pretendía desprenderse de la mano del policía que le prensaba el brazo y lo amenazaba constantemente con la macana Y Davo delante de ellos caminando de espaldas discutiendo sin parar.

– Pero si Prudencio es un héroe, yo he visto las medallas.

– Esas medallas, se las ha de haber robado de algún bazar. Este tipo ha estado más de veinte veces en la cárcel por ratero.

– ¿Cómo puede ser un ratero si habla tan bonito y conoce tanto?

– ¿Porqué crees que le digan el Picodeoro? Es un embaucador de primera, ratero, timador y sinvergüenza desde joven, ¿estás seguro que no te pidió dinero o te robo tu merienda?

– Prudencio no me robó nada, solo me enseño sus medallas y me regaló el libro.

– Prudencio ¿de dónde sacaste ese nombre Picodeoro? La última vez te llamabas Oswaldo del Río y eras agente de seguros. Te echaron seis meses, ¿O fue más?

Llegaron al fin a la librería y el policía sin soltar al viejo se acercó al encargado.

– Aquí le traigo a este ratero para que presente la respectiva demanda por robo- Dijo al tiempo que ponía el libro sobre el mostrador. – Se lo robó hoy mismo o ayer en la tarde.

– Perdone usted agente, pero este caballero no se ha robado nada- Dijo con seguridad el encargado, tomando el libro.

– Como!, ¡está usted seguro?

– Naturalmente, – revisó entre las notas de venta- Aquí está, “Los Héroes Nacionales” pagado en efectivo.

– Ya ve usted policía, Prudencio no es un ratero- Ya lo decía yo, espetó Davo orgullosamente.

El policía soltó al viejo –Por esta vez te salvaste Picodeoro, pero tarde o temprano caerás de nuevo- y se dirigió indignado hacia la puerta.

– Estos abusos de autoridad son los que tienen a este país como lo tienen – Prudencio se dirigió al encargado, – Mire que confundirme a mí con un ratero, yo que siempre he sido un hombre honrado. Gracias por haber aclarado usted este malentendido.

– Además como iba a olvidarme de él- el encargado se dirigió a Davo – Llegó hace una hora para preguntar si tenía algún libro de biografías de héroes nacionales y le enseñé varios. Me preguntó que a mi parecer cuál era el mejor y le dije que este, que si quería hojearlo, podía hacerlo, en lo que yo atendía a otro cliente ¿y sabes lo que me dijo?

– No- Respondió Davo.

– Que el libro estaba bien, que para que lo hojeaba si él de todos modos no sabía leer- dijo riendo el encargado.

Davo miró a Prudencio que evitaba las miradas, ruborizado.

– Era una broma ¿verdad Prudencio?

El viejo no apartaba la mirada de los gastados zapatones.

– No Davo, es verdad, ya no te puedo seguir engañando. Pero eso sí, el libro lo compré con dinero honrado, bien ganado- Y se dirigió a paso más lento que nunca hacia la puerta.

Davo, perplejo, siguió con la mirada el caminar lento y pesado del anciano, que ya salía a la calle. Reaccionó y corrió tras él.

– Prudencio, espérame.

El viejo paró al escuchar la voz del chiquillo.

– ¿Qué quieres Davo?

Tomó la mano del viejo cariñosamente, mientras Prudencio bajó hacia el su mirada llorosa.

– Vamos al parque Prudencio, quiero que me cuentes cuando fuiste artista de cine.

 

Ilustración: Marcos E.C.

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