Cultura

COMPADRITO DE MI VIDA

El muertito es mío y si lo quere pos que venga por él y lo cargue de regreso

Por Marcos EC

Isabel iba cargando a su muerto –igual que Zaratustra- rumbo al bosque lejano. Caminaba inclinada hacia delante con las manos fuertemente asidas a la improvisada parihuela, ayudándose de un mecate atado a la cintura y anudado a las varas que entretejían la camilla.

El muerto, boca arriba, arrastraba los píes dejando un surco en el polvo, y la mujer, camilla y muerto –perfilados a la luz del amanecer- semejaban un arado sin labrador que tercamente ascendía por la suave loma.

Las manos del muerto descansaban sobre su vientre, como tratando de contener los intestinos que afloraban de la gigantesca herida, malamente colocados en su lugar. Su rostro, reclinado sobre el hombro, estaba pálido de polvo y su boca entreabierta dejaba ver la violácea lengua hinchada.

Isabel sudaba copiosamente a pesar de que el sol apenas asomaba entre los riscos. Se detuvo un momento y sacó el guaje del amplio morral que llevaba cruzado a su pecho, lo llevó a sus labios y dio una mirada a su muerto. Le espantó las moscas, que como fiel cortejo les acompañaban desde que salieron del pueblo y trató de cerrarle la boca.

-cuando lleguemos al bosque, te voy a arreglar rebonito.

– Éntrele compadre, que es del gueno. Hoy le dije a su comadre: “va a venir el Negro, así que prepara de comer mientras voy por el aguardiente”.

– Pero compadrito Clemente, ¿pa que se molesta y molesta a la comadre? Hoy es sábado.

– Y nosotros ¿Qué no trabajamos toda la semana jodiéndonos en el aserradero? Entonces es justo que los sábados sean nuestros ¿no? Además pa eso son las viejas, pa atendernos a nosotros que somos hombres.

-Ah pos eso si compadre.

-Y hombres de los meros machos.

“Hombres de los meros machos, desgraciado; eso creí yo cuando me juistes a pedir a mi Tata (te conviene hijita, trabaja en el aserradero). Hombre, sí parecías cuando me noviabas y todo bien hasta la boda.”

¿Qué paso con las tortillas no ves que ya hace hambre? Apúrate pinche vieja!

– No le hable tan feo a la comadre, Clemente, pos si ya se está apurando.

– Usté no conoce lo que son las viejas, porque vive solo, mi Negro, pero nomás a gritos entienden.

“Y eso sí, toma y toma con todo el pinche pueblo, mientras yo te esperaba en el cuarto de mi Tata, el único que tiene cama. Estaba rete nerviosa (al principio duele, pero después hasta bonito sientes, me había dicho Rosita, mi amiga); me la pase alisando el camisón pa que no tuviera arrugas y me vieras bien arregladita. Ya me andaba pa que se jueran los últimos borrachos y llegaras tú, y me acariciaras, suavecito, como le hacías antes de la boda, cuando nos quedábamos solitos en la cocina; pero tú toma y toma, poniéndote bien pedo con los borrachos del pueblo.”

– Lo que pasa compadre Clemente, es que usté no sabe lo que es vivir sin mujer, solo, sin nadie pa cuidarlo. La comadre es muy gente y usté de plano la trata como si juera un mueble. No sabe lo que tiene en casa.

-Mire Negro, las mujeres son como las escopetas, hay que tenerlas siempre cargadas y atrás de la puerta, en el rincón- dijo riendo y señalando el arma colgada en la pared- Pero ésta ni para cargarse sirve, la muy cabrona.

– Bueno compadre, yo creo que la comadre si sirve pa eso- replicó el Negro mirando de soslayo a la mujer que se acercaba con la comida.

– Mejor hablemos de otra cosa- respondió Clemente algo mosqueado.

“Yo creo que desde entonces te entró el coraje por no haber cumplido en la noche de bodas. Por eso me violaste en la mañana, de a tiro como los animales, ni eso, pos ellos esperan a que la hembra este en celo y tu nomás querías ver sangre pa que no dijeran que no eres macho.

Y después como ya no te importaba y nomás me usabas cuando llegabas borracho. Que si yo era fría, que si no servia pa la cama. Y cómo voy a servir si nunca me enseñastes! Siquiera al principio sólo era eso, pero después comenzaron las madrizas. Que si te empujo porque rezongaste, que si las groserías por cualquier cosa y luego ya de plano, las golpizas, ¿hombre tú, desgraciado, solo porque dizque trabajabas y según tú ganabas dinero? Pos yo no se dónde está el mentado dinero, pos apenas me das pa medio tragar, y que si la casa que me pusiste. Es la casa de tu Tata, nomás se murió y nos venimos a vivir pa’ca, hasta los muebles son los mismos”.

-¿Vamos a ir a la fiesta de San Jacinto? Ya ve que se pone rebuena, compadre, sobre todo en el callejón de las cruces -rió Clemente golpeando el hombro de su amigo.

El Negro espero a que la mujer regresara del fogón.

Hombre Clemente, espérese a que su vieja no lo oiga. ¿A poco cree que ella no se figura lo de las cruces?

Que se afigure lo que quera, y que se chingue. Por la pinche vieja no me voy a quitar el gusto de darme mis revolcones.

– Ni que estuvieran tan guenas, compadre.

– Por lo menos ellas saben qué carajos hacer con un hombre.

– Bueno, pero teniendo, como usté tiene a la comadre…

– Ya párele compadre, que tanta defendida, ya me está cagando.

– Es sin mala fe, Clemente, salud.

“ Y después además de las borracheras, comenzaste con las viejas; como si no juera a darme cuenta que llegabas oliendo a esa peste de alcohol y a esos menjurjes que se embarran las putas del callejón. Al principio por lo menos tratabas de mentirme, con eso de las horas extras, que si era para ganar más dinero que yo nunca veía, pero ya después ni eso; me restregabas en la cara lo mala que era yo comparada con aquellas pirujas fodongas.”   

-¿Por qué los muertos pesan más que cuando vivos?- se preguntaba Isabel bajando el lazo de la cintura a la cadera. Caderas poderosas las de Isabel, buenas para el parto, de huesos separados, caderas ideales para arrastrar a su muerto.

Continúo caminando un centenar de metros, tratando de alternar el peso de la camilla entre sus manos y la cadera, hasta que decidió darse un descanso. Se quitó el rebozo y lo anudó a su cintura bajo el mecate, para aliviar la presión que había enrojecido la piel morena bajo su vientre.

El Sol, en un cielo casi sin nubes, iluminaba oblicuo los altibajos del terreno pedregoso, manchando de sombras la blanquecina superficie del erial. Isabel secó el sudor de su frente con la manga de la blusa y se protegió los ojos del brillante Sol con la mano.

A lo lejos se dibujaba el perfil del pueblo, destacando la torre de la iglesia, cuya campana apenas audible, repicaba perezosa llamando a misa dominical. En el sentido opuesto, a una distancia aún mayor, comenzaban los montes que desparramaban en las lomas la verde mancha del bosque.

Hacia ese bosque se dirigía Isabel cargando a su muerto; a un lugar que ella conocía muy bien, cerca del arroyo y rodeado de flores silvestres, que no pertenecía a nadie porque era de la federación, como un día le explicó el delegado; que ni siquiera del aserradero era. “ellos pueden cortar los árboles, pero el bosque no es de su propiedad”. Nunca entendió Isabel como se pueden cortar los árboles que no son de uno, pero se le quedo grabado aquello de “el bosque es de todos nosotros, de la nación, de la humanidad”.

Ella iba a un lugarcito del bosque que le tocaba, el que había escogido desde niña. Allí enterraría a su muerto.

-Pase la botella, compadre- pidió Clemente desesperado por seguir bebiendo.

-Pos ésta ya nos la echamos compadre- respondió el Negro mostrando la botella con el cuello hacia  abajo.

-Vieja, traite la otra que puse en la alacena, órale!

-Oiga compadre, mejor nos vamos despacio que apenas esta tardeando y ya nos chupamos una- contesto el Negro, cuyos ojos irritados comenzaban a mostrar los efectos del alcohol.

-Usté no se raje mi Negro. Páseme el vaso- dijo abriendo la botella que resignadamente la mujer había colocado sobre la mesa.

-Ta gueno-contestó el Negro rozando con el codo la falda de la mujer que con desgano recogía el plato de las tortillas –Salud.

-Salud compadre- Clemente apuró el trago. –Por los guenos cuates y las guenas hembras.

“Nunca he tenido nada mío, que sea mío de verdad, algo que no me lo anden champando a cada rato, que si el rebozo y los trapos que te compré, que si los muebles (que eran de tu Tata), que si el rosario.

Solo tenia mío lo que me traje de mi casa, pero ya todo se acabó con el uso. También era mío el hijo que me mataste y pudo ser mío el espejo de la cajita azul que el Negro quería regalarme, aquella mañana que se hizo el enfermo para no ir al aserradero y que como quien no quere la cosa se acercó por aquí dizque por mi, pos me había visto un poco triste. No quise el espejito porque si me lo encuentras capaz que me echas pleito, pero con las ganas me quedé, porque estaba re bonito y era del Negro, que ese si sabe tratar a las mujeres, no como tú que eres un bruto. Eso de engañar no tiene gracia, sólo es querer”

La conversación entró en una etapa de reiteración de asentar el reconocimiento de los lazos amistosos, de recordar viejos agravios, del diálogo convertido en doble monólogo.

-No pinche Clemente, si no me he casado no es porque me gusten más las putas, lo que pasa es que no he encontrado una vieja a tiro.

-Pos yo me cambiaba por usté, compadre, pa estar libre.

-Ya va compadre, nos cambiamos.

Clemente se levantó bruscamente, aventando el banco.

– Ya estuvo pinche Negro, desde hace rato que se está usté mandando conmigo; pos que se trae con mi vieja.

El Negro se incorporó también alzando las manos en gesto conciliador

– No mi Clemente, a la comadre yo la respeto, lo que pasa es que da coraje que la trate tan mal .

– Yo la trato como quero y en mi vida usté no tiene porque meterse, faltaba más!

– Ta gueno compadre, no se encabrone, que entre cuates no vale la pena pelear por pendejadas.

– Eso- Clemente se sentó ya calmado –es lo que yo digo; los cuates primero, pero sin mandarse. Hay que respetar la casa de uno.

– Pos si yo lo respeto, compadrito. Ya sabe que yo soy ley ¿a poco no se lo he demostrado siempre?

– Pos la mera verdad, sí. Como aquella vez que me sacó de la bronca con los de San Jacinto.

– ¿Se acuerda mi Clemente? Ya se lo tenían bien arrinconado y a punto de madrearlo.

– Chico botellazo que le rajó al cabrón cacarizo aquel. Salimos corriendo, yo apenas me pude amarrar los pantalones y la vieja chilla y chilla- se carcajeó Clemente, manoteando la espalda del Negro.

– Y usté también compadre, cuando me hizo la balona con el desmadre del robo del almacén.

– Y la mera verdá compadre ¿se la clavó usté?

– Cómo! ¿pos que no usté mismo le dijo al capataz que ese día yo estaba aquí, en su casa?

Rieron a coro festejando la respuesta, mientras la botella seguía vaciándose.

– Comadre ¿no me pasa mas tortillas?- Gritó el Negro.

“Ora si, hasta el Negro se cree con derechos cuando se embriaga. Que le pase las tortillas, y claro a ti te da risa que también él me mande. Cuando me defiende te enojas, pero si me grita, feliz. Ay Clemente! Tú que te dices muy hombre y no te das cuenta que lo que el Negro quere, es que me acerque pa sobarme. Yo me hago como que no me doy cuenta pa que no haiga pleito y gueno también porque me gusta y pa desquitarme. De algún modo me tengo que desquitar, aunque sea de a poquitos”

La parihuela se deslizaba ahora mejor sobre la hierba que se extendía en la cercanía del bosque, pero Isabel tuvo que interrumpir de nuevo su paso para anudar la trama de varas que se desarmaba por el continuo golpeteo contra las piedras de la loma. Su muerto se encontraba en un estado lamentable. Había ido perdiendo la piel y los músculos de los talones por el rozar contra la áspera tierra y los huesos de los tarsos aparecían, sucios de polvo, entre carne amarillenta. El rostro mostraba las primeras huellas de descomposición y los humores exhalaban por oídos y fosas nasales.

Pero nada de esto parecía importarle a Isabel, quien después de arreglar la maltrecha camilla, acomodó amorosamente el cuerpo rígido de su muerto, y fue limpiando con el borde de su rebozo la sangre reseca que enmarcaba la herida en su vientre, como se limpia un niño el raspón de una rodilla.

– Ya mero llegamos. Aquí lueguito está el bosque y el agua limpia y las flores mas lindas- musitaba Isabel mientras se espantaba al séquito de moscas.

Se incorporó y se fijó el lazo de mecate a la cadera; tomó sus asas entre las manos ensangrentadas y comenzó a jalar su carga, dirigiéndose al primer grupo de árboles. Aunque el Sol seguía picando su piel, el verde circundante y las sombras de los abetos, a un centenar de metros, estimulaban su paso.

– Ya se divisan las flores, las amarillas y las blancas y allá dentro, junto al arroyo hay más. Voy a hacer una corona y mi muertito quedará tan lindo, que será la envidia de todo el pueblo.

Eran las primeras horas de la tarde, cuando mujer y muerto, llegaron al bosque.

“ …y te haces el muy derecho y hasta te ofendes si el Negro me defiende, como si algo te importará yo. Mejor que me dejaras libre pa que yo escogiera mi vida, pero no, tú tienes que hacer creer a la gente que todo va bien. No entiendo porque el señor cura dice que el matrimonio es pa siempre, que así lo mandó Jesuscristo. Cómo lo va a poder mandar si él nunca siquiera se casó. Que tengo que cargar con esta cruz pa toda la vida. Espero que la vida sea corta, pos ya no aguanto la cargada”.

-¿Que tanto le ve a mi vieja?

– Ya párele compadre, no más cualquier cosa que haga y usté luego luego echa bronca.

– Qué bronca ni que carajos, ¿la estaba viendo o no?

-Bueno, algo sí, pero sin mala intención.

-¿Entonces con buena intención, pinche Negro?

– Ya le dije compadre. Además no se por qué tanto celo, si ya ni aguanta a la comadre.

-Pos onque no la aguante, es mi vieja y se chinga y la respeta.

-Eso sí, a las viejas de los amigos hay que respetarlas siempre y usté es mi amigo. Ahí muere compadre, chóquela y perdone la mirada, jue sin mala intención.

-Por eso me cae usté a toda madre, pinche Negro; en el fondo es usté bien noble- Clemente estrechó la mano que le tendía su amigo.

– Entonces qué, ¿vamos mañana a San Jacinto?

– Sólo si invita, pos todavía debo lo de la otra noche.

– Ta gueno compadre, pero nomás lo de las copas, ya ve que las putas salen recaras.

– A las viejas yo no tengo que pagarles.

– Ya, a poco es usté muy gallo compadre?.

– Pos con esas gallinas sí- respondió Clemente riendo.

– Salú por mi compadre, el gallo del mero callejón!

– Salú por mi compadre, que le gusta mi vieja!

“además de tu costumbre de no dejar que me encariñe con nada, cuando llegó El Pulgas, quién sabe de dónde, todo tilico el pobre, se aquerenció en la casa, primero no lo querías, pero después que lo bañé y empezó a engordar, te hacía mucha gracia que salía ladrando cuando llegabas, pero no más de diste cuenta que a mi me hacia mas fiestas que a ti, comenzaste a patearlo y claro se encariño más conmigo; te lo llevaste y nomás a lo lejos oí el ruido de la escopeta, pobre Pulgas, ni siquiera sepultura tuvo. Lo mismo pasó con los pajaritos que me dio la Chole, que dizque no te dejaban dormir una mañana y les abriste la jaula para que se jueran, dizque libres dijistes; era nomás pa que yo no tuviera algo mío. La verdá no se que diablo se te metió en el cuerpo desde que nos casamos, que a veces deseo que un día te largues a trabajar o con tus putas y no vuelvas más. Ojalá te quedes en una de tus borracheras. Ya se que pensar así es pecado y que me puedo condenar, pero segurito el infierno no debe ser pior que esto.”

-Y pensándolo bien, ¿de qué somos compadres, usté no tiene hijos y yo ni estoy casado?.

Clemente meditó un momento – pos creo que somos compadres de intención.

-¿ De cuál intención?

– ¿No se acuerda de cuando ésta, estaba panzona, quedamos que usté bautizaba al escuincle?

– Ah pos es cierto, creerá que ya me había olvidado que la comadre estuvo panzona!.

“ Y luego lo de mi hijo. Tanto me peleabas porque no me preñaba, que si vieja seca, que no sirves para nada, hasta que me vistes con chica panzota y ni así, que pareces una cerda, que estas re fea, que con esa panza ni se antoja; que gueno decía yo, así ni me toca, capaz que me preña cada vez que pueda.

Nunca se me va a olvidar esa noche que llegaste bravo, pos no se que te pasó en el trabajo y luego luego a las groserías y a los golpes y cuando quise defenderme te pusiste como loco y que me tiras al piso y a darle patadas a la barriga y solo te paraste cuando chorreó la sangre y entonces sí, que corres por el dotor. Pero el hijo lo perdí aquella noche y por poquito y me voy con el. Mejor hubiera sido así. Ni eso te cambió, por el contrario a seguir emborrachándote y a decir que yo no servía ni pal parto.”

– La desgracia malogró al ahijado, pero nosotros nos hicimos compadres de todos modos.

– Lástima que no nació el chamaco. La comadre debe haberlo sentido mucho.

– Sí, tanto lo sintió, que inventó que yo la patee y por eso lo echó muerto.

– ¿A poco usté la pateó panzona?

– No compadre, como cree.

– Salucita por el ahijado!

– Salú pues!

“ Ya me anda por que sea la hora del Rosario para dejarte solo con tu borrachera. Echarme a mi la culpa de lo de mi hijo, desgraciado! A ver si de regreso ya se largó el Negro y tu te duermes sin bronca, porque si no va a ser lo mesmo de siempre y mañana Domingo, pos pior, porque vas a despertar como loco, peleando; mejor que te largues a San Jacinto, al callejón ese, así me dejas tranquila con lo único que me haz dejado, mis recuerdos.”

– Buenas noches comadrita, rece por nosotros.

– A ver si no te tardas, que ya hace hambre, pinches viejas beatas.

Las flores formaban un montón al borde del riachuelo e Isabel iba tomando una por una, alternando blancas con amarillas, para introducir sus tallos entre el trenzado del mecate que había usado para arrastrar a su muerto. Este, tendido junto a ella, estaba sucio mostrando los estragos del camino. El florido mecate ocupaba el espacio entre Isabel y su muerto. Continuó su labor musitando frases cariñosas, hablando suavemente, ya sin los jadeos del cansancio, protegida ahora por las sombra gratificante de los añosos árboles, acompañando su parloteo en el monótono discurrir del arroyo.

– Ya falta poquito para terminar tu corona, después te voy a limpiar y cambiar de ropa y haré una fosa, no muy honda, apenitas pa que quepas y así puedas oír el agua.

Cuando el mecate se terminó, aún quedaban flores sueltas en el montón –Isabel contempló su obra con orgullo- y fue sacando del morral la camisa blanca, el pantalón fino y el paliacate de colores. Acomodó las prendas cuidadosamente junto a las flores, se desprendió de su rebozo y tomó el cuerpo de los sobacos, arrastrándole a tirones hasta la orilla del arroyo. La ropa ensangrentada flotó por unos instantes tiñendo la superficie, mientras se deslizaba aguas abajo, hasta que se detuvo enroscada entre las piedras y ramas a unos metros donde descansaba el cuerpo ahora desnudo.

Isabel usó su guaje repetidamente para verter agua sobre su muerto, hasta que el lodo y la sangre seca, fueron resbalando por los costados. Le cambió la posición para lavarle la espalda y empapó su cabeza con un chorro que limpió sus humores antes de introducirse parcialmente a la boca abierta y las fosas nasales. Con sus dedos estiró el cabello hasta dejarlo medianamente peinado.

– Ahora vamos a esperar a que te seques, mientras voy haciendo el hoyo.

Isabel se dirigió al lugar donde dejó el resto de la parihuela, desató la pala que había servido de travesaño bajo la cintura de su muerto y buscó el sitio donde empezar a cavar.

– Aquí merito, bajo el árbol torcido, un poco lejos del tronco pa que no te molesten las raíces.

De nuevo el jadeo y el sudor, agitaron su pecho y empaparon su blusa, mientras profundizaba, poco a poco, aquel rectángulo trazado previamente con el canto de la pala. Isabel trabajaba incansable amontonando a ambos lados de la fosa, la suave capa vegetal. Solo cuando sintió tierra dura, interrumpió su labor para apreciar la profundidad de la excavación. Se limpió el sudor, bebió un poco de agua y cambió el ángulo de la pala usándola caso horizontalmente, y fue rascando la dura tierra hasta que logró profundizar hasta casi el metro y medio.

Dejó la pala a un lado y se dirigió de nuevo al riachuelo. Se introdujo en él y se sentó en una piedra, cerca de la orilla. Se lavó brazos y piernas y dejó que el agua escurriera de sus manos al rostro, cuello y se introdujera bajo su blusa, acariciando sus robustos senos. 

Desde ahí vía el cuerpo de su muerto en el que aún brillaban las últimas gotas no evaporadas. Salió del agua y se secó con el rebozo. Después tomó el paliacate de colores y lo deslizó bajo la barbilla de su muerto, introdujo con dificultad la hinchada lengua en la boca y anudó los extremos del pañuelo fuertemente la cabeza logrando así mantener la boca cerrada. Con sumo cuidado fue arreglando los cabellos en las sienes y sobre el nudo.

La blanca camisa cubrió parcialmente la enorme herida del vientre, y el pantalón, entreabierto de la cintura, terminó por cubrir los putrefactos intestinos.

Isabel arrastró a su muerto, ya vestido, hasta la fosa y regresó por el florido mecate. Cuando terminó su labor, flores amarillas y blancas rodeaban el rostro, cubrían parte de su pecho y se desparramaban sobre el vientre y las piernas.

– Quedastes muy bien, mi muertito, mejor que en el camposanto, al fin que ni pal entierro me dejastes.

Contempló su obra por unos instantes y comenzó a palear cuidadosamente. Pronto un pequeño montículo se fue formando bajo el árbol torcido. Isabel lo aplanó con la pala y fue a recoger las flores sueltas sobrantes, para esparcirlas sobre la fosa.

Del erial llegaba el sonido de los cascos de un caballo golpeando los abrojos.  

La detonación coincidió con el último «ruega por nosotros» de la letanía y apenas se escuchó como un cohete lejano.

Las sombras cubiertas de rebozos comenzaron a desfilar hacia la puerta de la iglesia.

Se quedó sola en la gran nave desierta, arrodillada aún, gozando de esos momentos de soledad en la penumbra, regalo que se hacía cada sábado para poder platicar con su virgen, sola para que nada ni nadie la distrajera. Le rezaba entonces por su Tata muerto, su hijo malogrado, y hasta pedía por compromiso de conciencia por el alma de Clemente y furtiva, atropellando las palabras en su mente, incluía en sus peticiones al Negro.

Se persignó, guardó su rosario y salió de la iglesia cuando las primeras luces iluminaban las ventanas del pueblo.

Caminaba lentamente cuando dos sombras la alcanzaron.

– Apúrate, que alguien ha muerto en tu casa-

Llegó jadeante y se abrió paso entre los vecinos, que curiosos, se agolpaban en la puerta. El cuerpo estaba doblado, en posición fetal, sobre el suelo. La sangre salía aún de la herida del vientre y junto a él, la botella de aguardiente derramaba las últimas gotas de licor.

Se arrodilló ante el cadáver, que aún asía la escopeta con una mano cerca del gatillo y la otra rodeando el cañón.

– No tiene caso que lo mires, ya está bien muerto- le dijo el delegado de policía tomándola de los hombros y apartándola de la escena.

– Pero ¿Qué pasó? Si yo los dejé bien contentos cuando me jui al rosario…

– Es lo que me estaba explicando en estos momentos- respondió el delegado señalando al hombre, que con los codos sobre la mesa pasaba una y otra vez los dedos entre los cabellos.

– Pos como les decía- Continuó con voz titubeante – Mi compadre y yo estuvimos tomando y platicando cosas de hombres; me dijo varias veces que la vida no valía la pena, que lo único bueno eran los amigos, que las viejas eran todas unas putas, me cae que así me dijo – Levantó la vista dirigiéndose a ella- Y todas esas cosas que se dicen cuando uno está triste, y mi compadrito estaba retriste. Después salí al patio a mear y en esas estaba cuando oí la descarga. Regresé corriendo, pero ya estaba en el suelo, todo bañado en sangre. No pudo ni decir nada, nomás un chorro de sangre le salió por la boca y ahí se quedo. Salí corriendo pa buscar ayuda y cuando llegamos pos ya ven, dice el dotor que murió hace un ratito- y prorrumpió en llanto golpeando la mesa con el puño.

Sólo la voz quebrada de Isabel suspendió los sollozos. – Llamen al señor cura.

Alguien se había anticipado a sus deseos, porque en ese momento llegó el viejo sacerdote.

– Ya es tarde señor cura- Dijo el delegado, – Murió hace rato.

– Nada le hace señor cura, a lo mejor alcanza a su alma – intervino Isabel ansiosa, jalándole la sotana.

Cuando el sacerdote se inclinó ante el cadáver, escucho al delegado – Hay que levantar el acta de suicidio.

– ¿Suicidio?- Se incorporó el cura – ¿No fue accidente?

– Todo indica que el occiso decidió quitarse la vida – Respondió el delegado.

– En este caso no se puede hacer nada – Dijo el sacerdote – ni siquiera puede enterrarse en el campo santo.

– Pero cómo no, si está bien muerto – Isabel recorrió con la mirada a los asistentes buscando apoyo.

– Bueno, el testigo que venga con nosotros para la declaración -, el delegado se dirigió a la puerta, seguido del cura y los curiosos, llevando del brazo al borracho, que no dejaba de llorar.

– Ya, cálmese hombre.

Todavía se escuchó el comentario de una vecina que atropelladamente alcanzaba la puerta.

– Y tan mosquita muerta que se veía.

Entonces Isabel se quedó sola con su muerto.

– Isabel, Isabel – se oyó la voz del jinete que buscaba entre los árboles –donde andas Isabel.

Los últimos golpes de la pala sobre la improvisada cruz le orientaron hacia el arroyo.

– Acá toy, que tanto escándalo.

– Ya se supo todo Isabel.

– Ya se supo ¿Qué cosa?

– Que ya habló el Negro.

– Que ya habló de qué.

– Siguió tomando toda la mañana y hace un rato, fue donde el delegado a decirle que el mató a Clemente y le puso la escopeta en las manos.

– Ah ta gueno.

– Y que dice el delegado que te diga que ya se hizo justicia, y el señor cura que te diga que ya se puede enterrar a Clemente en el campo santo.

Isabel levantó la pala amenazadoramente sobre sus hombros.

– Pos dile al delegado que pa que no averiguó antes, que pa qué quero yo justicia!

Y al señor cura, que el muertito es mío, y si lo quere, pos que venga por él y lo cargue de regreso!

Ilustración: Marcos EC

Arriba