Cultura

LA VEREDA

Cómo quería Gelasio a Doña Carmen

Por Marcos E.C.

Algo preocupaba a Gelasio, mientras se dirigía a la Casagrande por la vereda. Aquel día había comenzado su trabajo al alba. Los surcos eran perfectamente rectos y paralelos, como si la fuerza de las bestias, la hoja del arado y el sudor del campesino fueran exactos instrumentos de un agrimensor experto. Este era un orgullo de Gelasio, cuyas encallecidas manos eran también capaces de trazar con precisión, figuras de pájaros, flores y grecas en las vajillas de la alfarería de la Casagrande. Otro de sus orgullos era el jacal que construyó con esmero en el pequeño claro de la selva, no lejos del campo de labranza, para que su mujer lo habitara; la misma mujer que a corta distancia le seguía, esparciendo las semillas en la húmeda tierra recién abierta.

Gelasio disfrutaba del trabajo en las primeras horas del día, cuando aún el sol no caía directo sobre su cuerpo curtido, cuando los bueyes estaban descansados y el olor de la tierra no se mezclaba con los vegetales aromas que el calor despertaba y el viento esparcía de la selva que rodeaba la parcela. También gustaba del silencio, del ritmo de las pezuñas y del monótono rozar del acero con la tierra.

Pero algo le molestaba de un tiempo atrás, algo distinto a la sensación de impotencia que sintió cuando el parto de la negra, hasta que vio como la ternera pinta hacía su esfuerzo por incorporarse en su cuatro patas delgadas, mostrando la buena raza que produjo el cruce del semental que le prestó Doña Carmen; algo distinto a la emoción cuando su mujer le anunció, algo ruborizada y con la mirada baja, que iba a tener un hijo; algo que no entendía; que no era simple como arar, cortar leña o pintar loza.

Ese día iba a la Casagrande, como lo hacía tres veces por semana, llevando el bulto de leña seca –que era la única que admitía Doña Carmen en su cocina- pero también tenía que pintar las piezas antes que entraran al horno- “es para un regalo Gelasio, las quiero con flores de colores brillantes y hermosos” pero sobre todo iba a recoger el vestido nuevo que le había prometido a su Maricas. Por eso había terminado la labranza temprano aquel día y se dirigió calmadamente al jacal, dando tiempo a que la mujer le alcanzara con agua fresca. Ella estaba triste desde hacía algún tiempo y Gelasio no comprendía el por qué. Ordeñó primero a la negra y escuchó el sonido de la pinta que quería salir del corral, alimentó a los puercos y fue al cobertizo a seleccionar los leños que depositó en su costal. Cuando regresó a su jacal, ya Maricas le tenía preparado el itacate; tomó el machete y se ajustó el cinturón. “ahí lueguito nos vemos”. La mujer asintió, ayudándole a colocar la carga sobre los hombros y Gelasio se dirigió a la vereda, manteniendo aquel trote acompasado –conjunción perfecta de respiración y esfuerzo muscular- que le permitía hacer el recorrido en poco más de una hora.

Pero algo le preocupaba cuando interrumpía el paso, solo para cortar la maleza que amenazaba invadir la vereda.

Prefirió pensar en la Casagrande donde se había criado. Cuando nació aún vivía el patrón viejo; le recordaba cuando niño le acompañaba al patio para verle agigantarse sobre su caballo blanco, con aquel bigote rubio que tanto le intrigaba y aquel sombrero con adornos de plata (el patrón joven Don Carlos, se le parecía mucho ahora que ya era un hombre). Recordaba al patrón más que a su propia madre; siempre encerrada en la cocina, taciturna y seca, mortificada por el embarazo vergonzoso, producto de la seducción lograda a base de regalos sin valor, igual que las promesas, de aquel tratante de ganado, al que nunca volvió a ver. Gelasio no era el producto de la pasión o del amor; era hijo de chucherías deslumbrantes.

De la muerte de su madre, sólo tenía presente, cuando la despidieron en el Camposanto, las manos de la patrona sobre su cabeza, bendiciéndola.

Doña Carmen se encariñó con el desde niño; lo llevó a servir a la Casagrande para que aprendiera el oficio de alfarero y las manos de Gelasio supieron amasar el barro, antes de conocer el contacto con la tierra de labranza. Fue creciendo fuerte, espigado, nervudo y silencioso, alternando las labores agrícolas, que el patrón  le impuso, con el conocimiento secreto de los tintes y el torno, que gracias a la patrona, pronto dominó.

Después murió el patrón y Doña Carmen tomó las riendas de la enorme hacienda, mientras el patroncito Don Carlos crecía.

Fue por aquella época que Gelasio comenzó a trabajar con los pinceles y el color. Primero dibujó cosas sencillas, espigas, pájaros y flores, apenas bocetados, dibujos que copiaba de los huipiles. Pero pronto adquirió un dominio tal del oficio, que Doña Carmen, admirada, ordenó al maestro alfarero que le tomará por discípulo en forma permanente, y  como cuando la patrona ordenaba algo nadie discutía, el viejo a regañadientes le enseñó secreto de cómo el fuego cambia los colores, de la diferencia del trazo enérgico al sutil roce, y así fue desarrollando su natural talento de tal modo que cuando el viejo maestro murió –todos morían rápido en la Casagrande- fue Gelasio el nuevo artesano de un producto que de por si, ya gozaba de gran fama en la región.

Algo preocupaba a Gelasio cuando oyó el trote del caballo que venía por la vereda. Se retiró para permitir el paso de Don Carlos que, como en todos sus viajes se cruzaba con él en el camino. “Buenos días tengas Gelasio”. “Buenos días tenga su merced”. Continuó su paso rápido, con la carga de leña en sus espaldas, recordando cuando conoció a su Maricas. La mandaron al servicio de la cocina desde la ranchería cercana, también propiedad de la patrona –como todo dentro y cerca de la Casagrande-. Le sirvió la sopa en un plato pintado por él y solo dijo “me gustan mucho esas flores”. Gelasio la miró entonces a los ojos, solo a los ojos, antes que se retirará asustada por su atrevimiento, pero a partir de aquel momento los diseños de Gelasio eran más bellos, los colores más vivos, más inspirados. La patrona se dio cuenta también y le dijo un día sonriendo: “Gelasio, me da gusto que ya comas bien, estabas adelgazando mucho”.

Ya se divisaba la Casagrande y Gelasio disminuyó el paso. Llegó al patio central y se dirigió a dejar la leña. Después pidió ver a la patrona para preguntarle del vestido de Maricas. “¿Ya lo gané, patroncita?” “ya lo ganaste Gelasio. Lo elegí yo misma; es un poco ancho, pero así es mejor ahora”.

!Cómo quería Gelasio a Doña Carmen¡. Cuando pidió permiso para casarse con Maricas, la patrona estaba feliz; le preguntó qué quería de regalo, pues deseaba darle algo que fuera perdurable y fue cuando Gelasio pidió que le dejara cultivar aquella parcela en la selva, pues quería estar solo con su Maricas. ¿Y la alfarería Gelasio? –Los muchachos ya saben, patrona y yo puedo venir a pintar cuando usted me lo pida y quiera- y la patrona quiso, meneando la cabeza afirmativamente. Le prestó la yunta, el arado y la semilla. Le regaló a la negra que entonces era una ternerita y después la pareja de cerdos y unas gallinas, y Gelasio entregaba la cosecha, los huevos, la leche y la leña, quedándose con lo suficiente para comer. Además, la patrona le pagaba su arte. – Patrona necesito un machete nuevo- “muy bien Gelasio, termina el jarrón grande y el machete es tuyo, no prestado”. – Patrona mi Maricas necesita un rebozo- “termina los platones y el rebozo es tuyo, te lo has ganado” y en esa forma se fue haciendo de ropa suya; herramienta suya y de animales suyos.

Gelasio se dirigió presuroso al taller con el bulto del vestido bajo el brazo y comenzó a trabajar en la nueva vajilla con entusiasmo; pero algo le preocupaba mientras trazaba las flores. Terminó el trabajo después del medio día y se sentó en el banco a comer. Ya no lo hacia en la cocina, pues solo le gustaba la comida de su Maricas. Dejó las instrucciones a los artesanos y tomó el camino de regreso por la vereda, cuando comenzaba a atardecer. Apresuró el paso sintiéndose ligero pues no llevaba ninguna carga pesada, solo el vestido de Maricas, que era un poco más ancho, porque la patrona así lo había escogido.

A la mitad del camino escuchó el ruido de los cascos del caballo del patrón Carlos y entonces Gelasio, de pronto, supo lo que le preocupaba desde hacía algún tiempo. – Buenas tardes tengas Gelasio-. Pero este no se apartó de la vereda; tomó las riendas del caballo y arrojó al jinete al suelo; lleno de furia sacó el brillante machete y lo apoyó sobre el pecho del aterrorizado joven. – Buenas tardes tenga su merced, pero si lo vuelvo a ver en la vereda ¡lo mato patrón! Y continuó su camino acompasado del trote de todos los días. “cómo no iba a matarlo si lo encontraba de nuevo”, se dijo, “si yo abrí la vereda a golpe de hacha y machete y la vereda no va a ninguna parte, sólo de la Casagrande a mi jacal, y de mi jacal a la Casagrande”. “No lo maté ahí mismo” pensó, “porque después seguiría yo y la patrona se pondría muy triste y mi Maricas tendría que regresar a la cocina, y parir un hijo que no conocería a su padre”.

Cuando Gelasio llegó al jacal la tarde caía rojiza, ya no cargaba la leña ni la preocupación, solo el vestido nuevo, un poco ancho, que escogió la patrona para su Maricas.

Ilustración: Marcos E.C.

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