Metropoli

HISTORIAS EN EL METRO

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La señora y los jóvenes no dejaban de mirar mi espalda y la dama pelaba los ojos como si estuviera viendo un monstruo en mi espalda

GATO NEGRO

Por Ricardo Burgos Orozco

Nunca he sido supersticioso; no creo en la mala o buena suerte, ni en los martes o viernes 13, pasar debajo de una escalera y otras creencias más. En eso, como en otras muchas cosas, siempre he sido pragmático. Pero anoche iba saliendo de la oficina temprano, a las 8 y media de la noche, tuve tarde libre, cuando no sé de dónde se me cruzó un gato negro.

Pasó en segundos y desapareció entre los matorrales. Por supuesto, no le di importancia y seguí caminando a la salida. Acababa de caer un fuerte aguacero y había charcos por todas partes. Iba por la banqueta, ensimismado en mis pensamientos, a unos cuantos metros de la estación Politécnico. Circulaba en sentido contrario de la vía vehicular, cuando de pronto veo un auto que se acercaba velozmente y amenazaba pasar exactamente por la orilla encharcada, por donde estaba yo pasando.

No pude evitar el tremendo remojón. Me bañó de la cabeza a los pies con agua que apestaba horrible. Mi traje azul, de los tres únicos que tengo, estaba muy mojado. Traía una de mis corbatas favoritas, regalo de una muy apreciada persona. También se empapó. Ni siquiera alcancé a lanzarle un insulto al conductor imprudente – o no sé si lo hizo adrede el malnacido -. Proferirle una maldición como aquella que escuché alguna vez a un diseñador, compañero de trabajo: «desgraciado, ojalá que mañana te levantes con el pie izquierdo y te caigas».

Así, empapado, me metí al Metro. No había de otra. La gente me miraba extrañada porque ya no estaba lloviendo y me veía como si me hubiera caído en la alberca con todo y ropa. Bueno, dije, en el trayecto de las estaciones, la ropa se va a secar y habrá que mandar el traje a la tintorería. 80 pesos, más la corbata, otros 45. Yo venía paradito muy serio y meditando en la tintorería, cuando una señora atrás y dos chavos observaban mi espalda con sorpresa y se volteaba a ver entre ellos, pero no decían nada.

Pensé: sólo falta que me quieran asaltar y que pesco más fuerte mi celular guardado en la bolsa derecha del saco. Es lo más valioso que traigo y eso por los contactos. En el pantalón traía 100 pesos. Es una estrategia contra los asaltantes. Si me bolsean, sienten que se llevan algo los méndigos.

La señora y los jóvenes no dejaban de mirar mi espalda y la dama pelaba los ojos como si estuviera viendo un monstruo en mi espalda. A lo mejor huelo muy feo con el agua pútrida que me bañó y les está dando asco, reflexioné, y me arrinconé un poco más en el espacio que tenía. De pronto la gentil fémina comenzó a golpear mi espalda con su mano, sin mucha fuerza, cómo queriendo sacudirme algo y los chavos solamente miraban impávidos. Por supuesto, volteé de inmediato, hasta cierto punto molesto al ser violentada mi intimidad.

La señora me mostró una sonrisa tímida de condescendencia. Señor, traía una cucaracha en la espalda y se le iba a meter por el cuello ¡Mire! Me señaló el piso y ciertamente era un animalejo de esos a los que les tengo fobia – además de las arañas -. Uno de los viajeros a mi alrededor asesinó al insecto brutalmente y sin piedad, con un pisotón. Le agradecí. Y claro, también a la gentil señora, aunque no me libré de su aporreada. Salí del Metro seco, pero apestoso y golpeado, pensando en aquel gato negro que se me cruzó.

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