Cultura

«Oriundo Laredo” la nueva novela de Alejandro Páez Varela

Las respuestas las irá descubriendo de diversas maneras

“Oriundo recorrió unas mil o dos mil veces en su vida, con toda paciencia y sin barullo, de Palomas a Ojinaga y de Canutillo a Presidio. De Este a Oeste y viceversa, por toda la frontera. Y la anduvo sin sonar la duela, como la sombra de un caballo perdido, como una nube solitaria en la entraña del extenso manto. ¡Poca cosa es la distancia, Oriundo Laredo!”

El mundo de Oriundo Laredo es esa franja imprecisa que acá llamamos la frontera norte de México y allá, la frontera sur de Estados Unidos. Un espacio vasto y alucinante en el que habita un hombre tan singular como su nombre: Oriundo Laredo. La historia arranca en el año de 1913, cuando el bisabuelo de Oriundo, don Aurelio, junto con Luis Terrazas, abandonan Chihuahua huyendo de Pancho Villa. En El Paso lo esperan su mujer y el recién casado Andrés, abuelo de nuestro personaje; ahí nace Octavio (padre de Oriundo), y la fortuna familiar se pierde junto con la convulsión revolucionaria.

La infancia de Oriundo, marcada por el desamparo y crueldad de su padre y la muerte prematura de su madre, le ofrecen la libertad para deambular y trabajar en diversos poblados de ambos lados de la frontera, acumulando una sabiduría que ninguna escuela puede ofrecer. ¿Por qué se dan ahora con mayor frecuencia los tornados? ¿Por qué los cíbolos ya no corren en manadas por las tierras del desierto? ¿Cuál fue el destino de los habitantes originales de estas tierras? ¿Por qué los hombres y sus religiones aniquilan lo que no entienden?

Las respuestas las irá descubriendo de diversas maneras, como cuando trabajó un tiempo con ese norteamericano que tenía una fascinación por una bebida conocida como zarzaparrilla, hecha de la planta del mismo nombre. Le agregaba un toque de bourbon de Kentucky que le daba un sabor francamente inmejorable. También agradeció el resto de su vida haber comido pollo frito de la mano de aquel hombre. Lo preparaba como en Nueva Orleans, con una costra harinosa, pero aderezaba el empanizado con una receta familiar que lo hacía tan exquisito (pimientas, ajo fresco finamente molido, algunas yerbas locales) que los ángeles bajarían, si pudieran, a probarlo.

Pasajes autobiográficos, notas históricas, costumbres sociales, datos medicinales, referencias culinarias, discriminación y reflexiones filosóficas tejen el ambiente de una atmósfera dura y violenta pero también poética. La notable calidad narrativa y mirada penetrante del autor revelan el drama profundo de la condición humana con sus problemáticas socioculturales de la realidad de la frontera norte mexicana.

 

FRAGMENTO

—Al muchacho, cómo lo va a llamar.

Octavio Laredo pensó unos momentos con los ojos iluminados.

—Oriundo. Oriundo, su señoría.

Dijo “oriundo” porque le gustó, porque creyó que era un buen nombre para el muchacho millonario.

Y dijo “oriundo” porque hasta que no llegó frente a su señoría no había elegido nombre para él, para ese pinchi muchachito millonario.

—¿Oriundo? —dijo el juez, algo extrañado.

—Oriundo Laredo —agregó el apellido, y entonces le gustó el nombre mucho más.

—¿No quiere ponerle Octavio, como usted?

—No. Ya tengo muchos.

—Oriundo, así.

—¿Cómo así? Oriundo solo no: Oriundo Laredo.

El día en que murió su padre, el domingo 11 de enero de 1970, Oriundo Laredo le sacó unas monedas del pantalón y fue a la tienda a comprar dos navajas desechables Guillette, las de cajita roja, porque quería dejarlo limpio para su funeral.

Regresó a casa y lo rasuró a conciencia; le puso una camiseta blanca y le ajustó el pantalón. Lo acomodó en la cama y fue con la tía abuela y le dijo:

“Se murió mi apá”, y regresó y se sentó en el porche a pensar.

Fue a la funeraria más tarde ese mismo domingo y no cruzó la puerta. Volvió, se sentó en el porche otra vez y se quedó dormido, pensando, hasta que el picor del sol lo despertó.

Entró a la casa, donde estaba su padre muerto.

Sacó una pistola que Octavio guardaba en una caja de madera. Se dirigió al patio y mató a la vaca.

—Se murió mi apá —dijo por segunda vez a la vieja que lo cuidó durante años y que era su tía abuela.

Regresó otra vez a casa y se encerró con el cuerpo de su padre y lloró a la vaca hasta que fue otro día. En ese segundo día cavó una fosa profunda adonde arrastró a la vaca y la cubrió de tierra.

 

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