Un par de libros bastaron para encumbrar a Juan Rulfo en la gloria de la literatura universal, y después vino el silencio. En Pedro Páramo y El llano en llamas, pero también en su fotografía e incluso en los títulos que editó para el entonces Instituto Nacional Indigenista, se encuentran claves para releer su relación con la antropología, coincidieron los especialistas que se reunieron en el Seminario de Cultura Mexicana a propósito del Día Internacional del Libro y los Derechos de Autor, instituido por la UNESCO.
Las “Miradas cruzadas entre literatura y antropología” en la obra de Rulfo, fue la perspectiva del conversatorio organizado por la Oficina de la UNESCO en México conjuntamente con el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), en el marco de la celebración del centenario del natalicio del autor jalisciense.
El titular del INAH, el antropólogo Diego Prieto, recordó que ya Clifford Geertz apuntaba que la literatura etnográfica es una forma de narrativa. No obstante, mientras la literatura etnográfica debe acreditarse como verídica, la narrativa en general debe acreditarse como verosímil.
Así, por ejemplo, Ricardo Pozas Arciniega fundamentaba su obra Juan Pérez Jolote: biografía de un tzotzil en la proximidad que tuvo con el joven indígena; en tanto, Juan Rulfo, quien escogió otro nombre propio para su libro: Pedro Páramo, no debía testimoniar que su personaje ni su espacio, Comala, fueran reales. “Lo importante es que su texto es poderoso, intenso y, sin duda, verosímil”.
En opinión de Diego Prieto, mientras a Ricardo Pozas Arciniega puede considerársele el mayor narrador entre los antropólogos mexicanos, Juan Rulfo “es el más grande antropólogo de los escritores mexicanos”, en términos de alguien que da cuenta del fenómeno humano y es capaz de traducir un universo cultural a otros.
Rulfo dio un giro a la narrativa mexicana abriéndola a la modernidad, esto mediante una vuelta de tuerca al realismo y la constitución de otros planos de la realidad (universos que tienen su propio orden y sentido).
Para ello, introdujo la libertad creativa a través de la fantasía, la imaginación y el pensamiento mágico; mantuvo la crítica social al régimen emanado de la Revolución Mexicana y utilizó el enfoque de la comunalidad para comprender a las culturas mexicanas, tanto en el sentido identitario de los pueblos como en el reconocimiento de la pluralidad de voces que hacen a México.
Aunque Juan Rulfo fue escritor y no antropólogo, en Pedro Páramo y en los relatos de El Llano en llamas se encuentran, por lo menos, siete elementos de análisis de la disciplina antropológica: la tierra en todas sus acepciones; el pueblo como espacio, relación social, entidad y sujeto colectivo; otros factores son la soledad del individuo, la muerte y la violencia —el propio Rulfo declaró que entre los cinco y los 13 años de edad sólo conoció la muerte—; el amor, sobre todo el doliente, y los sueños.
“Los sueños son en el pensamiento de muchos pueblos indígenas y campesinos de México, un elemento fundamental para aproximarse a la realidad, hablar con los ancestros y curar las enfermedades”. En Rulfo se encuentra un mundo simbólico que no renuncia a los planos oníricos y fantásticos, siempre anudados en la verosimilitud de la creencia popular, no es la fantasía arbitraria, anotó Diego Prieto.
“Si en Pedro Páramo los muertos están presentes, es porque así lo cree la gente. En Rulfo vamos a encontrar la recuperación del tiempo circular de los antiguos pueblos de México, un tiempo que, al día de hoy, refrendan indígenas y no indígenas”.
La escritora y crítica literaria Sandra Lorenzano comentó que de las pocas interpretaciones directas que Rulfo hizo de los pueblos indígenas, está un texto que redactó para una exposición dedicada a Henri Cartier-Bresson en el Centro Cultural de México en París, en 1984.
En él, Rulfo apunta que el estado de los pueblos indígenas se debe “a un régimen tradicional, por no decir secular, que los indios ejercen para salvaguardar sus culturas. Por tal motivo, la política oficial ha sido la de no interferir sino en casos extremos para apoyar su prevalencia dentro del ámbito nacional, y si se toma en cuenta que existen en territorio mexicano 53 grupos étnicos con lenguas y costumbres bien definidas, no debe considerárseles como una rémora sino un gran aporte pluricultural que forma parte integrante del país.
“En otras palabras —continúa el texto—, la incorporación al sistema de estas 53 comunidades traería el exterminio de tales culturas, cuyas manifestaciones artísticas, mitos y leyendas han sido y serán por mucho tiempo valiosos para etnólogos, sociólogos y antropólogos. Cierto que habitan zonas deprimidas y de grandes carencias, pero jamás abandonarán su pedazo de tierra, ni su mundo ni su inframundo. Les basta —como ellos dicen— la luz de una luciérnaga para alumbrar las breves noches de su existencia”.
Lorenzano detalló que ese interés de Rulfo por México se observa en la labor fotográfica que desarrolló, principalmente, cuando trabajaba para la Goodrich-Euzkadi, entre 1940 y 1958, a la par de su obra escrita. Una labor de la que emanaron seis mil negativos, de modo que no puede considerarse a la fotografía como un mero pasatiempo del autor. “Los silencios que pueblan sus imágenes son las palabras que callan en sus libros”.
Maura Tapia, especialista de los archivos de la CDI, recordó que durante 23 años Juan Rulfo trabajó en la Dirección de Publicaciones del Instituto Nacional Indigenista, fuera como editor, redactor, corrector de estilo o jefe del área, periodo en el que se publicaron más de 200 títulos de antropólogos, como Julio de la Fuente, Gonzalo Aguirre Beltrán, Ricardo Pozas, Alfonso Villa Rojas y Fernando Cámara Barbachano.
En el conversatorio “Juan Rulfo. Miradas cruzadas entre literatura y antropología”, expertos como Patricia Cordero de la UNAM, Patricia Tovar del CIESAS, Anthony Stanton, de El Colegio de México, y Sandra Lorenzano apuntaron a la relación, influencia e interés que Rulfo mostró por otros autores, como Rainer Maria Rilke, Ramón López Velarde y Francisco Rojas González.