DE REPORTEROS

Un gallego mejicano

Por Marcos E.C.

“El tiempo está despejado, la temperatura ambiente es de veinte grados centígrados y la hora local indica las diecinueve horas. El capitán Hernández y toda su tripulación le agradece haber volado con nosotros, líneas aéreas Ibéricas”

Aniceto Castro y Santillán, no entendía nada aquello del cambio de horario, a pesar de que se lo había explicado el viejo Santamaría antes de salir de Lugo. Él llevaba volando algo más de doce horas y resultaba que llegaba tres horas después de salir.

Llegando al pasillo de migración se desconcertó a la vista de un gran letrero:” BIENVENIDOS A LA CIUDAD DE MÉXICO” cuando él pensaba había llegado a MÉJICO. Después, la salida de la aduana, resultó desastrosa: se encontró de pronto con una multitud de paisanos que se abrazaban, besaban, apretujaban, lloraban y ceceaban. ¿Dónde se habrán metido los MEJICANOS? Pensó Aniceto, buscando afanosamente al tío y la querida familia, aquella que tantos años atrás había abandonado las mismas tierras, que él había dejado apenas hace unas horas. Al fin los encontró, y después de tratar de contestar las decenas de preguntas acerca de los primos, los padres y los abuelos, lograron por fin salir del aeropuerto. –Espera aquí en lo que voy por el carro- dijo el tío. Aniceto pensó de inmediato, “yo no sé cómo va a meter el carro entre tantos autos” pero, en fin. Ya instalados en el enorme Ford, se dirigieron entre el cerrado tráfico hacia el centro de la ciudad. Llegaron a un semáforo con la luz en rojo y en un ágil movimiento el tío bajó el cristal y gritó, con esa voz sonora del mismo norte de España: “oye viejo, dame las últimas noticias”- el chiquillo entregó el periódico diciendo- “aquí tiene jovenazo”. Aniceto no entendía: “¿pero qué país es éste?: a los jóvenes les dicen viejo; a los viejos, jóvenes; a los autos, carros y hasta su propio nombre lo escriben mal”

El impacto se atenúo cuando ya instalado en la gran casa de los tíos, recibió múltiples visitas de viejos amigos de la familia que le preguntaban de política, lugares y gente, sin darse cuenta que él nunca había salido del pueblo hasta poco después de recibir la carta y el giro del tío, donde le ofrecía un prometedor futuro en América, trabajando en su fábrica de muebles.

El panorama cambió de nuevo, cuando el tío lo llevó a la fábrica. Aniceto quedó impresionado ante el enorme galerón lleno de sierras eléctricas, tornos, máquinas de todo tipo y bullicio, que contrastaba con la quietud de su pueblo.

Un centenar de obreros le dio una silenciosa bienvenida, sin siquiera verlo.

-Esto es lo mejor del país, tenemos el equipo más moderno y ya verás cómo salen de aquí: comedores, dormitorios y demás muebles, en un tris-. Ven, te presentaré al maestro.

Oye Lupe -invadió el recinto con la potente voz- ven, que quiero presentarte a mi sobrino, acaba de llegar de España.

-Guadalupe Sánchez, a sus órdenes- y un rechoncho cuarentón le estrecho amigablemente la mano.

“Guadalupe es nombre de mujer”, pensó Aniceto “pero qué le vamos a hacer”

-Mucho gusto, Aniceto Castro y Santillán- y le estrechó la callosa y férrea mano.

-Mira Lupe, quiero que le enseñes el oficio a Cheto; ¡Sin miramientos eh!, que aprenda como todos. Aquí nada es gratis. – y el tío le dejó con aquel hombre de facciones indígenas, que amablemente se había puesto a sus órdenes.

-Qué sabes de carpintería? – le preguntó.

-Nada, solo sé que los muebles se hacen de madera- trató de bromear Aniceto.

-Pues entonces comenzarás a conocer la madera; sígueme- le ordenó.

En su recorrido hacia el almacén los obreros le miraban de reojo y en varias ocasiones creyó escuchar, la palabra “gachupín”. Ya en el almacén, Lupe le presentó al encargado.

-Este es el Tablas, sabe de madera más que nadie, él te enseñará a distinguir entre la caoba y el pino. -Mira Tablas este es Cheto, el sobrino del patrón; lo manda aquí para que lo desapendejes, trátalo como a cualquiera-.

-Suave, maestro- dijo el Tablas revisando a Aniceto de pies a cabeza. –ya oíste al maestro, desde ahorita empieza la chinga.

-Empieza ¿la qué? – pregunto Aniceto sorprendido.

-La chinga, la joda, la soba, la chamba. ¿Qué no hablas español?

Jálate aquellos tablones…

Durante varias horas estuvo cargando tablas, escuchando las pintorescas descripciones de las vetas de la madera, los nudos, los cortes y la dureza; para qué se usaba una, y para qué la otra, y de todas aquellas explicaciones, entendía solo la mitad.

-¿Qué es esto que sirve para una chingada?- preguntaba.

-¡Ah! ¡Pues qué de a tiro estás pendejo! Le contestaba riendo el Tablas con el que Aniceto comenzaba a simpatizar.

Al medio día pasaron al comedor de la fábrica. El tío le dijo: -tienes que acostumbrarte a la comida mexicana-. Al ofrecerle el primer taco pensó “¿pero es que estos comen madera también?” sin embargo y después de entender y aprender a manejar la tortilla nunca olvidó el primer impacto de su nombre “tortilla;” tortillas sin huevo ni patatas, ¡hay que joderse!”. Pero hubo un primer e inolvidable encuentro: ¡el chile! –coño pero que Chile no es un país de este mismo continente- preguntó, cuando le ofrecieron este caliente fruto tan típico de México-. “tú cómetelo” dijeron al unísono, el Tablas, Lupe, el Flaco, el Sapo y prácticamente el coro completo de trabajadores que pícaramente no quitaban el ojo de la acción, esperando la reacción de Aniceto, ante su primer taco con la consabida mordida de chile.

-Me cago en la puta y reputa madre- fue lo único que atinó a balbucear Aniceto, ante la oleada de risas de los obreros y con un fuerte zumbido en los oídos y los ojos llorosos solo alcanzó a ver que en aquel ambiente tan extraño o aprendía rápidamente o no podría subsistir.

La mañana siguiente se presentaba más alentadora; ya con los efectos del “jet lag” menos severos, Aniceto llegó a la fábrica con esa corbata y traje que siempre usaba en las fiestas de Lugo, su pueblo natal y provincia de Galicia, donde llevaba una vida tranquila y apacible dedicado al tradicional negocio que por décadas había sido el sustento de la familia: el comercio y cría de aves.

El Sapo fue el primero que encontró al entrar a los vestidores, una parte de la fábrica apenas separada por algunos tablones y con los muros tapizados de fotografías de mujeres desnudas -que coño- pensó Aniceto la primera vez que conoció el lugar –tienen más desnudos que en casa de la Jacinta- la dueña del prostíbulo más famoso de Lugo; sin más preámbulo el Sapo le dijo:

-¿Oye, tu eres español?

-Claro- contestó con orgullo Aniceto.

-Pues chingue a su madre España- le espetó altaneramente el Sapo.

Aniceto intuyo el sentido de la frase –aquello de chingar lo había escuchado frecuentemente en tan solo un par de días en el país- y sintió como la sangre le golpeaba las sienes.

-¿Si? Pues mira que chingue a su madre México- le contestó agresivo…

-Juega, al fin que la madre de México es España- y riendo con una sonora carcajada tomo a Aniceto en un fuerte abrazo. En el fondo las risas de quienes habían escuchado la broma retumbaban en los oídos de Cheto.

“Aquí hay que tener cuidado, estos tíos se las saben todas” se dijo cuando salió de su sorpresa, y fue entonces que tomó la decisión de aprender aquel léxico tan peculiar.

Se compró una libreta, y continuamente tomaba notas que después, en su cuarto, aclaraba en base a las explicaciones del Tablas y principalmente del Sapo quien, además de su maestro, se convirtió en entrañable amigo.

Se inició con “chingar”, origen de su primer descalabro. Eran increíbles las acepciones que le daban a este verbo. A un lado de la página anotaba las nuevas palabras y enseguida escribía su significado.

Un chingo: mucho; una chinga: una paliza o perjuicio mayor; vale una chingada: no sirve para nada; ya me chingaron: ya me perjudicaron; una chingadera: una cosa pequeña o sin valor; una chingadera; una acción desleal; una chingaderita: una cosa pequeña; qué chingaos te pasa: qué te ocurre; vamos a la chinga: a trabajar; este cuate es muy chingón: persona competente; me carga la chingada: me lleva el diablo; esto es una chingoneria: extraordinario. Las páginas se iban llenando y en las más peligrosas definiciones, Cheto subrayaba sobre todo aquellas en las que se ligaban a la progenitora, que por cierto ocuparon casi la cuarta parte de su libreta.

Aniceto llego a dominar de tal manera el “chingar” y fluidez que su comunicación con los obreros mejoró notablemente.

Pasaron los días y se volvieron meses, entre el ambiente español de casa del tío donde todo era jamón serrano, marques del Riscal, cojines Toledanos, mantón de Manila sobre el piano y hasta fotos del generalísimo, y el mexicano de la fábrica. Cheto aprendía rápidamente los secretos del trabajo, gracias a la colaboración de sus compañeros, cuya peculiar idiosincrasia comenzó a conocer a través del lenguaje coloquial, y a medida que rompía aquella barrera de idioma se sintió más unido a ellos.

Era inútil que el tío le insistiera en ir al Centro Gallego para conocer a alguna chavala, pues estaba ya en edad de pensar en el matrimonio. Aquel ambiente lo sentía ajeno; un esfuerzo fallido de trasplante regional, donde los hijos nacidos en México seguían ceceando esmerándose en lograr la correcta pronunciación, y hombres llegados cuando niños criticaban al país entre humeantes y aromáticos puros, para defenderlo a ultranza cuando viajaban al extranjero. Allí se vivía entre las dicotomías: México-España, Franquistas-Rojos, Real Madrid-Barcelona. Aniceto se sentía mejor entre el aserrín y los “chingados”; entre la viruta y los “vale madre”.

Continuó con su aprendizaje de aquel léxico inacabable, pues había sutilezas idiomáticas que requerían de mayor concentración. Resultaba que una “vieja” era una mujer -niña, adulta o anciana- pero un “viejorrón” no era un hombre de edad avanzada, sino una verdadera hembra. Una mujer con un “piernón” no era una coja gorda, sino que tenía unas hermosas extremidades y si el “piernón” era “loco” las piernas eran aún más bellas.

Pero una palabra se convirtió en la obsesión de Aniceto, la única palabra que según él no existía en todo el mundo y era para nombrar casi a cualquier persona; podía cambiar el nombre más rápido que cualquier juez y podía modificar al instante la fe de bautizo de un individuo y convertirlo en uno de miles (o millones de personas llamados así en el país): Guey. Definitivamente y de eso estaba completamente seguro Aniceto, el nombre más común en México era: guey! ¿Qué onda guey?. ¿Cómo vas guey?. ¡Órale guey!. ¿Ese guey! Aquí todo mundo era guey, hombre, mujer, niño o niña, ancianos o jóvenes sin excepción. Lo que más llamaba la atención de Cheto, es que estando en la fábrica y el Tablas gritaba ¡guey! Pese a lo que podría esperarse que todo el mundo volteara, solo lo hacia la persona a quien este se dirigía. –Coño- pensaba Aniceto –estos se comunican hasta con el pensamiento-.

Por cierto, que con el afán por llevar a la práctica sus recién adquiridos conocimientos, cometió algunos errores. Había aprendido a usar la muy mexicana frase ¡qué padre! Que según se había dado cuenta, la gente utilizaba cuando se le mostraba algo de lo que debía admirarse. En una visita a la casa de un íntimo amigo de su tío, muy dado a presumir sus adquisiciones, usó aquella expresión pródigamente.

-¿Qué te parece este cuadro, Cheto? Lo compré en París.

-Qué padre!

-Te voy a enseñar un marfil muy antiguo…

-Qué padre!

-Este mantel es de encaje de Bruselas, finísimo.

-Qué padre!

-¿Y esta porcelana de Limoges?

Aquí Aniceto apreció el cambio de género de masculino a femenino y seriamente dijo:

-¡Qué madre!

No volvió a ser invitado.

Aquel contratiempo le hizo profundizar en las sutilezas del “madrismo”. La veneración del mexicano por su madre, a la que sin embargo llaman coloquialmente mamá, tenía como contrapartida una serie de aplicaciones curiosas. Valer madre, era no servir para nada; una madriza, era una paliza; a toda madre, era irle a uno bien o ser agradable para alguien, una madrola, era algo sin valor; en fin, aplicaciones sin ninguna regla que se utilizaban igual para lo malo que para lo bueno y que solo podía usarse correctamente a través de una larga práctica.

Y eso fue lo que tuvo Aniceto durante los años que pasó en la fábrica; una gran experiencia, mediante la cual pudo dominar aquel léxico, que al principio le llamo la atención, después le atrajo por su complejidad, y que al final representaba la identidad de todo un país y él podía ya utilizar con naturalidad en sus conversaciones.

También aprendió las sutilezas del albur. El Jarocho, maestro en esas lides, le fue entrenando en el arte de ligar el final de una oración con el inicio de una respuesta, aparentemente inocente o inconexa, de tal forma que se producía una nueva oración ofensiva para el perdedor.

-Jarocho, explícame eso de los albures.

-Se trata de cogerte hablando.

-Solo que fueras maricón- contestó Aniceto, que ya conocía el sentido especial del verbo coger.

-Serás pendejo- contestó rápidamente el Jarocho.

-No le veo el chiste. ¿Dónde está el albur?

-Tu terminaste con “maricón”, yo empecé con “serás pendejo”, si lo pones junto sale “maricón serás, pendejo” ¿ves? Ya te cogí.

A medida que Aniceto se fue interiorizando en el negocio, aprendió a controlar el uso de aquel lenguaje y fácilmente cambiaba dependiendo de su interlocutor, una forma de hablar por otra. Con los clientes, familiares y conocidos, hablaba ortodoxamente. El barnizado era de primera calidad, no un brillo bien chingón. Las condiciones de pago eran ventajosas, no una pinche ganga. Los diseños elegantes, no chingones; pero cuando se encontraba en confianza prefería el uso de leperadas; se sentía espontáneo natural y libre, como cuando paseaba por las tranquilas calles de Lugo.

Tenía treinta y cinco años cuando conoció a una linda norteña que cambió su vida. Contrajo matrimonio (y patrimonio) a los pocos meses y tomó la decisión de independizarse. Todo se dio en el momento propicio. Sus primos –unos chiquillos cuando él llegó de España- estaban listos para manejar el negocio y él había percibido que el tío no sabía cómo ni dónde ubicarlo. Ya el maestro Lupe había tenido algunas fricciones con el primo mayor, que no aceptaba los consejos de un rústico empleado, en su soberbia de ingeniero industrial recién graduado y que veía a Aniceto como un advenedizo, y a los más antiguos empleados como entes anacrónicos y pasados de moda.

Cuando le planteó al tío la idea de montar una pequeña fábrica dedicada a la ebanistería fina, que por lo tanto no competiría con el enorme complejo industrial de muebles en serie, aquel vio resueltos una serie de problemas y estimuló la idea.

Los años de trabajo intenso y de ahorro casi avaro, habían proporcionado a Aniceto un importante capital, más el apoyo de don Cruz, su suegro, tenía capital suficiente para dar inicio a su aventura; sin embargo, y a pesar de tener los recursos económicos, le faltaba el más valioso recurso para la nueva empresa: el personal capacitado.

El primero en saber la decisión de Cheto, fue su entrañable amigo Lupe, quien simplemente le dijo:

-Compadrito, ya tu sobrino me tiene hasta la madre, me voy contigo, todos mis ahorros y mi conocimiento de tantos años están a tu disposición.

Así, Aniceto se encontró de pronto casado, con un socio, con algunas deudas y con tremendo entusiasmo compartido con su bella esposa.

Después llegaron los hijos, el éxito, el prestigio y lo que no puede faltar cuando uno se chinga; el dinero. Pero a pesar de su cambio social, todos los días pasaba de su oficina a la fábrica a convivir con sus operarios, a alburear, a poder hablar su mismo idioma. Para Aniceto aquellos recorridos eran una catarsis que le permitía seguir su lucha con los de traje y corbata.

Su comunicación con España se había limitado, después de la muerte de sus padres, a la correspondencia periódica –nunca se acostumbró al Internet- con sus tres amigos de la infancia –Moncho, Tomás y Jacinto, que tenía un negocio en Lugo- y con la familia de su tío la relación era cortés y amable, pero con sus compadres Lupe, el Tablas y el Jarocho, era permanente y cálida.

Sin embargo, los recuerdos de su primera juventud en el pequeño pueblo de Lugo, su quietud, su paz, no le habían abandonado. El sabor de la sidra fresca y el coqueteo de las mozas en las romerías, aquella vida sencilla que discurría en la alimentación de las aves, la ordeña de las pocas vacas que poseían y las reuniones en el atrio de la vieja iglesia romántica, con aquel grupo de amigos cómplices de todas las fechorías de la niñez, eran vivencias que regresaban periódicamente a él, marcando el contraste y agitado quehacer de su vida actual. De vez en cuando le entraba la nostalgia, se manifestaba principalmente en las sobremesas cuando narraba a sus hijos las mil aventuras que corrió cuando tenía su edad, allá en su lejano pueblo, donde la leche era más espumosa, la fruta más jugosa, el agua más pura y todo sabía distinto.

Fue su mujer, la que intuyó esa nostalgia y un buen día le sugirió el viaje.

-Cheto, ahora que las cosas marchan de maravilla, todo en la vida nos es mejor por qué no te das un brinco a tu tierra a visitar a tus amigos?

Aniceto recordó entonces que habían pasado casi veinte años, desde aquella mentada a México que le habían revertido tan hábilmente.

-Casi veinte años, mujer, casi veinte años que se me han ido sin darme cuenta. Sí me gustaría volver a hablar con los cuates, regresar al pueblo, aunque fueran sólo unos días.

“…en unos minutos más estaremos aterrizando en el aeropuerto internacional de Galicia. La temperatura es de veintidós grados centígrados y la hora local, las cinco de la tarde. El capitán Ramírez y su tripulación les agradecemos haber volado por Líneas Aéreas de México y esperamos…

Desde que decidió hacer aquel viaje (su esposa le convenció que fuera solo, en lugar de ir con toda la familia, como él en su entusiasmo inicial, sugirió) había pensado muchas veces en cómo sería su llegada, qué sentimientos experimentaría al pisar, después de tanto tiempo su tierra natal.

En el avión tomó más vino tinto y conversó con el matrimonio de Alicante que le toco de vecino, marcando el ceceo y el arrastre de las “eses” en una forma que normalmente no usaba en México. Sin embargo, no lograba sentirse realmente emocionado. En los trámites de migración y aduana, ya de lleno imbuido en el ambiente español de maleteros, agentes, personal de migración, personal de información, altavoces, niños corriendo y saludos a gritos de gente que, como él, llegaba y otra que los recibía, se sintió como un extraño; todo lo que le rodeaba le resultaba simpático, pero como un observador y no como un participante. Las expresiones que le deberían serle familiares le suscitaban vagos recuerdos y un sentimiento de desilusión se apodero de su estado de ánimo. Se sentía bien, pero no como él pensaba que debía sentirse.

Aniceto sonreía cargando su maleta, al llegar a la sala de espera, sonreía por el acento y el aspecto de las personas que se agrupaban frente a las puertas, eran los mismos que se encontró en México a su llegada.

-Cheto, Cheto, aquí estamos!

Se sintió zarandeado, palmeado en la nuca, abrazado estrechamente.

– ¡Jacinto, estás gordo como un cerdo! Moncho, Tomás, cuántos años, hermanos!

No lo dejaron ni respirar; del aeropuerto pasaron al hotel a dejar el equipaje y cuando se dio cuenta estaba con sus amigos en una tasca, frente a una botella de vino, un plato de tapas. Se sentía eufórico. Acribillado a preguntas procedió a contarle sus vivencias mexicanas. En forma natural hablaba con ellos del mismo modo que acostumbraba hacerlo en México con sus amigos. Los modismos, las leperadas, y las peculiares acepciones idiomáticas que Aniceto usaba, dejaron boquiabiertos a sus oyentes, que sin embargo no le interrumpían.

-…la chinga fue dura, pero valió la pena, hice harta lana, me casé con una vieja a toda madre y tengo tres chilpayates. Ahora cuéntenme ustedes.

Los tres cambiaron miradas de asombro y Moncho dijo: -este tío está pirao o se ha enchufado un canuto.

Tomás se echó otro trago entre pecho y espalda al tiempo que comentó:

-No te jode como larga pavo éste.

-Para mí que le han encoñao el coco en las Américas- concluyó Jacinto.

Aniceto escuchó aquellas expresiones, se acordó de Lupe, el Tablas, el Jarocho y apoyando la frente entre sus manos y con una sonrisa de satisfacción, se dijo sonriendo ¡Coño, que chingaos!

Ilustración: Marcos E.C.

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