Metropoli

De mis Diarios de Ciudad | El México que nadie quiere ver

Había que limpiar un lugar de basura y desperdicios, es decir recuperar el espacio.

Así llegamos a ese microcosmos, criticado por muchos y odiado por otros.

Lo primero fue empezar por una especie de bodega, donde no vivía nadie.

Poco a poco el personal pudo liberar de autos viejos, motonetas deshuesadas, desperdicios de electrodomésticos, llantas, ropa usada, madera, en fin, quizá lo que para unos es basura para otros puede significar dinero.

No sé, en cuanto ese lugar fue limpiado quedó al descubierto una ciudad perdida, asentada en los costados de lo que una vez fue la vía del tren, mujeres que no iban a ceder tan fácilmente el acceso a desconocidos, así que se armaron de palos piedras y malas palabras.

Alguien los mal informó que serían desalojados, así que decidieron defender con uñas y dientes ese pequeño espacio que un día tomaron por derecho propio y han conservado los últimos 40 años.

Fueron horas de diálogos y enfrentamientos a golpes palabras fuertes, que también duelen, además de pedradas que no dañaron a nadie pero encendieron los ánimos.

Al final entendieron que sólo se trataba de ordenar el lugar, darles mejores condiciones de vida, dignificar su estancia de seres humanos y llevar seguridad a la zona.

Con esta promesa que se empezó a hacer realidad se ofrecieron a ayudar y con ellos fue posible entrar a ese pasillo al que nunca entraría nadie, ni siquiera la policía, por algo es identificado como una de las zonas más peligrosas de la ciudad; tal vez por eso no había hombres, más que uno que otro viejo y menores de edad, todos con una historia de pobreza y abandono.

Ella estaba ahí, en medio de todos, casi no se notaba, no gritaba, no hablaba, solo miraba de lejos, siempre muy cerca de la puerta de su choza, lista para volver a la oscuridad de su cuarto donde guarecerse de cualquier peligro.

En cuanto la miré a lo lejos supe que ahí había una historia, algo que contar, así que me acerqué poco a poco, daba un paso a la vez, a veces de espalda grabando imágenes como si no hubiera reparado en su presencia, incluso me quedé a mirar y hablarle a un pitbull gris, hermoso, pero descuidado que habían encadenado sobre medio tambo, temible por su imagen pero que en cuanto me escuchó movió la cola, temerario le acerqué la mano a manera de que solo oliera y luego pude acariciarlo, hablarle, una niña me dijo: “Se llama Thor, ya le dí agua y ayer mi mamá le dejó pollo, pero ya se lo acabó, yo solo lo cuido” con eso me gané un poco de confianza en el lugar, incluso acaricié la cabeza a una pequeña que descalza y mugrosa me miraba desde su pequeña estatura, mientras abrazaba un trapo, creo que simulaba una muñeca.

Así quedé al lado de la pequeña mujer a quien pregunté a bocajarro “¿usted cuánto tiempo lleva aquí, es fundadora?” pero lo negó, dijo: -Yo apenas llevo unos 17 años aquí.  Sin más dirigí mi celular a ella, pero tapando su boca dijo “-no quiero que me grabe”.

Esta bien, le dije y le mostré mire usted no se ve, solo quiero escucharla.

Pensé que se marcharía asustada como un cervatillo, pero no se movió así que descarado y como si nada le volví a preguntar : ¿cómo llegó usted aquí?
Ella comenzó a contarme su historia a retazos, pedazos de una vida de pobreza y abandono, hambres y frío.

Mientras hablaba, de pronto se me quebró la voz y hube de respirar profundo para no abrazarla y decirle algo que le hiciera sentir bien, no podía creer que alguien no ha tenido nunca nada, ni siquiera el sueño de poseer algo propio, algo que nadie le quite.

“Me trajo mi mamá de un pueblo indígena de Tlaxcala cuando tenia dos años y mientras crecía a mí y mis hermanos nos ponía a vender chicles”, dijo, pero no había en sus palabras tristeza o enojo, lo decìa como si fuera natural que la vida fuera así.

Ella dice que dormían donde se podía, dónde les agarraba la noche, una banqueta, un jardín, nunca en una casa, nunca en una cama caliente. Comían lo que les regalaban o podían comprar, ni siquiera imaginaban una escuela u otra vida, solo la que conocía ella y sus hermanos.

Cuando creció, a los 16 años quedó embarazada y de la calle los llevaron a un albergue, aunque luego los corrieron y regresó a la vía pública.

Fue una amiga quien le dijo :

“ Ve a las vías, ahí te dejan quedar y no pagas nada”.

Fue así que logró su primer posesión en la vida, una choza de palitos, hules y piso de tierra, pero al fin un lugar propio, donde empezó a hacer sus muñecas, esas con trenzas de colores, para vender en la calle.

Aquí supo lo que era tener una familia, vecinos, hijos a quienes cuidar y sacar adelante sin tener que dormir dónde les agarra la noche.

Hoy es como un sueño, no cree que pronto tendrá lo más cercano a una casa, bien construido y limpia hasta con jardín y luz, para no tener que encerrarse y esconderse en esas oscuras noches cuando solo se escuchan gritos, maldiciones y corretizas.

Cuando nos despedimos me dio la mano y pregunté : “¿Cómo me dijo que se llama?” pero ella respondió “no le he dicho”, ambos sonreímos me dijo su nombre y se perdió tras una cortina que ya vio sus mejores tiempos. A lo lejos la mujer que se atrevió a ver este México y pelear por él.

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