Cultura

De Mis Diarios de Ciudad / Ni la puntita del pie pude poner en el mar de Acapulco

Cambiarse de casa es una chinga, embalar todo, cuidar lo que es frágil, meter en cajas las cosas pequeñas, deshacerse de todo aquello que parece basura, aunque si está ahí es por algo, así que debe ser subido a la mudanza quiérase o no por quien ayuda en este proceso.

Me acuerdo que ya hace muchos años me cambiaba usando un diablito, entonces viajaba ligero, pero con el paso de los años he acumulado libros, herramienta, cuadernos, zapatos, ropa que ni me pongo, computadoras viejas, historia, recuerdos y miles de chunches más, por ello es que celebro no tener que hacer una mudanza en el corto plazo como la que hace mi cuñado. 

Un cambio que dejó para después, quizá porque en el fondo no deseaba dejar el Puerto de Acapulco, ciudad donde nació y donde construyó sus recuerdos, sus ilusiones, familia y amigos.

Me han gustado las casas de la familia allá porque de una u otra forma siempre tienen un fondo que mira hacia el mar, con ese olor a sal, a sol y a horizonte.

Una de ellas era toda una vista de la Bocana y por las noches se miraba el yate o barcote ese llamado Princes, el bonanza y otros muy iluminados y con su música fuerte para los paseantes, además de las luces que se encienden en toda la costera turística que parece un concierto de luciérnagas, incluso por la esa época había unos camiones de pasajeros que subían allá por la Laja, todos llenos de luces por dentro y por fuera con música como si fuera un antro ambulante, entonces me sentaba a la puerta con mis cervezas a mirar la vida pasar. 

La otra casa era una con un ventanal grande de manera que acostado en la cama podías ver el mar y por la tarde las más hermosas puestas de sol, ahora que si te aburría ver el mar pues mirabas el foco y como salían una especie de lagartijas casi transparentes  que se distribuían por el techo mientras la perra Tina se echaba a los pies de uno que disfrutaba unas cervezas p´al calor. 

No había necesidad de bajar al mar porque parecía que con solo estirar la mano podías tocarlo, pero si había que hacerlo era cuestión de caminar unos pasos atravesar una avenida y ahí estaba la playa con su arena dorada y el agua cálida del pacífico.

La última igual tenía una vista al mar desde la ventana de la sala con un árbol seco que recortado por la ciudad dejaba ver un poco ese charco. 

Y no fue fácil que nos dejara partir este puerto: primero nos quitaron una placa en Chilpancingo por estacionarnos cerca de una parada de camión y luego a mi cuñado le hicieron mal un papeleo, no hallábamos una medicina para la Tina, perdió su tarjeta del banco y el tráfico de Acapulco nos retrasaba a cada momento. 

En fin que luego de salvar todas las trampas que nos puso el destino finalmente logramos meter lo faltante en la camioneta, lo más pesado ya estaba en la Ciudad de México, y nos fuimos a desayunar para no perdonar una mojarrita al ajillo en un puesto de colonia popular donde hacían las tortillas ahí mismo, una salsa verde que picaba como el diablo ( no sé si el diablo lo pique, a menos que sea con su trinche) ah y un agua de limón.

El mar solo lo pude ver de lejos y así me despedí de él en silencio sin decir nada, permitiendo que mi cuñado viviera su propio duelo e hiciera su despedida a su manera rumbo a un futuro en una casa sin mar, ni arena pero siempre con Tina su eterna compañera que vieja y enferma pero siempre está a su lado. 

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