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José Baroja y el eco de los perros en El lado oscuro de la sombra y otros ladridos

Mauro Gutierrez

Hay libros que ladran. Que no solo cuentan historias, sino que nos sacuden con la fuerza de una verdad incómoda: la vida, a veces, es más perra de lo que quisiéramos admitir. 

En El lado oscuro de la sombra y otros ladridosJosé Baroja abre una puerta inesperada: la del mundo visto desde los perros, esos seres que nos acompañan en la intemperie, en las casas, en las plazas, pero que rara vez escuchamos de verdad.

Desde la primera página el autor nos advierte que no se trata de fábulas ingenuas. Aquí, los perros son narradores de lo humano, cronistas de la calle, compañeros en la derrota y testigos de la ternura más simple. Y es imposible no reconocernos en sus ojos.

El libro arranca con “Un hijo de perra”, la historia de un perro que nace bajo un puente en Providencia, en Santiago, y que desde cachorro aprende la violencia de la supervivencia: hermanos que mueren, hambre, indiferencia, golpes y fugaces dueños que lo utilizan y lo abandonan. 

La voz canina, tan lúcida como desgarradora, recuerda los olores de la ciudad —Estación Mapocho, Plaza de Armas, calle San Antonio— y nos enfrenta al sinsentido de la crueldad. Pero también encuentra la otra cara: la amistad con un joven universitario que lo recoge y le da nombre. Allí, en esa segunda oportunidad, el perro descubre que la felicidad existe, aunque dure lo que dura un ladrido en la noche.

En “El lado oscuro de la sombra”, Baroja retrata a un hombre sin techo y a su perro durante las protestas en Santiago. Entre ruidos metálicos, consignas y miedo, ambos se abrazan a su propia fragilidad. El cuento se convierte en un retrato social: los invisibles de la ciudad sobreviven como pueden, acompañados solo de un animal que los escucha. “Guau”, responde el perro, y basta con eso para que el hombre sienta que no está solo. La lealtad, en un mundo que expulsa y olvida, se convierte en un refugio.

El tono cambia con “Donde existe Dios”, donde una niña llamada Agustina acaricia y abraza a una perrita en un bar costero. Ese gesto inocente basta para iluminarlo todo: los adultos ríen, el borracho del pueblo sonríe, y hasta las luces parecen encenderse con más fuerza. Lo que en otros relatos aparece como denuncia, aquí se convierte en un recordatorio: la ternura puede transformar cualquier lugar, aunque sea por un instante.

Baroja también despliega ironía en “Campos de Marte”, cuando un desfile militar impecablemente ensayado se ve interrumpido por un perro callejero. Ese momento de caos, breve pero revelador, muestra que la vida real no respeta guiones, y que la libertad —a veces— llega en cuatro patas.

La pandemia, ese encierro que todos vivimos, aparece en “Van Gogh”. Gladys, una joven atrapada en su casa, con yoga en streaming, redes sociales y un perro llamado Firuláis, se descubre sola cuando todo colapsa: internet, las noticias, incluso el contacto con su familia. Su perro se convierte en el último sostén de una identidad que se desmorona.

Y cuando él desaparece, lo que queda es un vacío imposible de maquillar con rutinas digitales.

Cada cuento del libro funciona como un espejo. Los perros no son caricaturas ni adornos: son personajes con memoria, con filosofía, con un instinto que incomoda porque nos muestra nuestra propia indiferencia. Baroja utiliza su voz para hablar de abandono, desigualdad, violencia, pero también de amor, resistencia y esperanza.

Al cerrar el libro, después de leer el cuento «Puta» uno entiende que El lado oscuro de la sombra y otros ladridos no es solamente una colección de relatos sobre perros. Es, sobre todo, una radiografía de lo humano, contada desde el único lugar donde todavía parece haber lealtad sin condiciones: los ojos de un animal que nos mira y nos reconoce, aunque nosotros hayamos olvidado cómo hacerlo.

José Baroja, con prosa cercana y a ratos brutal, confirma aquí lo que ya se intuía en sus libros anteriores: su literatura late en las calles, en los márgenes, en la vida de quienes no suelen aparecer en las portadas. Y en este libro, son los perros quienes ladran por todos nosotros.

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