El estudio de las tradiciones discursivas es de gran importancia para el conocimiento de una sociedad a partir del punto de vista lingüístico –acercarse al habla de una comunidad en sus diversos espacios comunicativos– y también del nivel histórico, social y cultural; es decir, “la cosmovisión de una sociedad”, afirmó la investigadora y académica del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, Idanely Mora Peralta.
Nos lleva a considerar que las lenguas, más allá de ser elementos de estudio desde un punto de vista morfosintáctico, son portadoras de cultura y de historia, estimó en entrevista.
La universitaria, quien desarrolla el proyecto pionero titulado “Tradiciones discursivas hispanas en territorio novohispano”, refirió que las lenguas tienen variaciones diacrónicas (a través del tiempo) y diatópicas (relacionadas con las diferencias geográficas). En ese sentido, en el español de México, dentro de sus variantes dialectales, son llamativas las variaciones en el léxico. Por ejemplo, el endulzante llamado piloncillo en el centro del país, en Chiapas se conoce como panela, y panocha en Sonora.
También hay factores como la posición social, económica, sexo, nivel de estudios, profesión o edad que generan variaciones socioculturales denominadas diastráticas. Otras son diafásicas, esto es, las modalidades o estilos de habla a partir de las circunstancias, ya que no es lo mismo dirigirse a un público que expresarse ante amigos. “Todos esos niveles contribuyen al estudio del habla de una comunidad”.
Mora Peralta estudia las tradiciones discursivas –definidas como la repetición de un texto, formas o modelos que pueden propagarse, fusionarse o dividirse, o elementos que constituyen una estructura lingüística que se preserva en el discurso– en la documentación colonial elaborada por escribanos o notarios. “Se trata de una metodología que representa una manera nueva de responder a las distintas preguntas de orden textual”.
La experta realizó el análisis en dos géneros textuales: los procesos inquisitoriales que se llevaron a cabo en los primeros siglos de la Conquista contra indígenas que fueron acusados de delitos de hechicería, brujería e idolatría; y los testamentos.
Para ello contrastó la documentación peninsular con la de la Nueva España, resguardada en el Archivo General de Indias, en Sevilla; y en el Archivo General de la Nación, en la Ciudad de México, para determinar las similitudes o diferencias de su estructura y descubrir las posibles tradiciones discursivas. Encontró que, en efecto, en el sistema jurídico-administrativo los formularios o “machotes” que se usaban en España fueron los mismos que llegaron a América, y lo hicieron a través de manuales para escribanos.
Los procesos inquisitoriales constan, en ambos lados del Atlántico, de acusación, desarrollo del proceso y sentencia; y esa continuidad viene, incluso, desde antes. En el manual de Juan de Valdés, de 1561, se incluyen las instrucciones dictadas por Tomás de Torquemada, en Toledo, en 1484. Y a su vez estas provienen de una tradición que se remonta al derecho romano y posteriormente canónico (de la Iglesia católica).
En los documentos jurídico-administrativos la universitaria encontró continuidad entre el viejo y el nuevo continente, incluso en la parte gráfica, como el uso de un crismón o cruz que se colocaba al inicio de los documentos, y que provenía de una tradición antigua para recordar la victoria del emperador romano Constantino el Grande, en la batalla del Puente Milvio, en el año 312.
Otro rasgo que trascendió al tiempo y la geografía fue el juramento de decir verdad que llega hasta nuestros días, y que proviene de los persas, griegos y romanos que juraban a sus dioses. Al pasar al derecho formó parte de los documentos.
Mora Peralta recordó que en los procesos inquisitoriales había dos modalidades: pesquisas o denuncias directas, con las respectivas diferencias textuales. Tampoco era lo mismo elaborar uno de esos documentos en la Ciudad de México que en una villa. En su creación se colocaban los nombres y cargos de las personas que llevaban a cabo el asunto jurídico-administrativo (obispo o sacerdote, inquisidor general, secretario, notario) y era importante la figura del nahuatlato o intérprete, que ayudaba con la traducción de las lenguas indígenas.
Asimismo, en los testamentos coloniales se encuentran otros elementos de las tradiciones discursivas, como frases o palabras latinas, por ejemplo ítem, que es un adverbio que significa “además”. El notario la colocaba al enumerar los bienes a heredar: “ítem 4 tazas de plata; ítem 5 tomines; ítem tres barriles de aceite…”, etcétera.
En dichos documentos se debía escribir “en el nombre de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo”, pero en lengua maya se carece de estas formas. Entonces se produce el contacto lingüístico entre ambos idiomas y se escribe: “Dios Yuum (padre), Dios Paal (hijo) y Dios Espíritu Santo en español, porque en el último caso no hay traducción. Tampoco hay manera de explicar la Trinidad, y se subsana escribiendo óox (tres) personas”.
Otra peculiaridad propia de la morfología del maya es la partícula o’ob, para formar el plural. Así como en español agregamos “s” o “es”, en los testamentos coloniales se hallan dobles marcas de plural para enfatizarlo, por ejemplo “cristianos o’ob”, o “regidores o’ob”.
La conquista de la península de Yucatán no fue como en el centro del país; cuando llegaban oleadas de conquistadores los indígenas huían hacia las montañas, y se dio una división marcada. De ahí que se conserven los apellidos mayas hasta la actualidad.
Durante la Colonia esas tradiciones se repitieron en la documentación, sobre todo jurídico-administrativa y religiosa, con un alto grado de conservación, como pudo verificar la universitaria en los mencionados archivos.
Esta metodología, opinó Mora Peralta, se puede realizar en la actualidad y abarcar otros ámbitos, como el discurso periodístico para determinar las estructuras que se emplean en esos géneros discursivos y cómo responden a las necesidades de comunicación. “También ahí hay una gran riqueza, incluso en la oralidad”.