Cultura

LAS REBELDES

Tomé otra hoja del montón a mi derecha y la encuadré cuidadosamente en la impresora revisando después el cuaderno de notas

Por Marcos E.C.

Estaba terminando de escribir la segunda cuartilla cuando noté el leve movimiento de la primera, que descansaba boca abajo al lado izquierdo del escritorio, fue solamente un pequeño movimiento, como si tuviera hipo.

Continué tecleando rápidamente. Aquella noche me sentía seguro de mi trabajo, las ideas fluían con facilidad y el tema original estaba tomando forma, además tenía la musa perfecta. Desprendí la hoja de la impresora y al colocarla sobre la anterior ésta hipó de nuevo.

Tomé otra hoja del montón a mi derecha y la encuadré cuidadosamente en la impresora, revisando después el cuaderno de notas. Desde hacía tiempo venia madurando aquella historia. Como siempre, la idea original se había presentado de improviso, en este caso mientras manejaba mi automóvil, para regresar insistente al anudarme la corbata, en medio de una conversación, al tomar un baño, hasta que esas tercas apariciones me obligaban a tenerla en cuenta. Comenzaba entonces a trabajar en ella, a tomar notas en el cuaderno que siempre llevaba conmigo, pero sobre todo desarrollaba el tema mentalmente en aquella hora de vigilia que, invariablemente, precedía al sueño. Era entonces cuando realmente creaba. En aquella cómoda posición, con los dedos entrelazados bajo la nuca y los ojos cerrados. Después el trabajo avanzaba sin dificultad y me bastaban unas horas en la tranquilidad de mi estudio, para completar el cuento, el capítulo o el poema; siempre con la misma dedicatoria a ella.

Depositaba la taza del café después de un buen sorbo, cuando las dos cuartillas impresas brincaron al unísono. Apoyé la mano sobre ellas unos instantes y continué trabajando concentrándome en el teclado. Los brincos seguían insistentes y no les presté atención, atribuyendo el fenómeno a un efecto mecánico de la presión de las teclas sobre la superficie del escritorio, pero cuando deposité una nueva hoja sobre las anteriores, las tres saltaron ahora enérgicamente. Tomé la última página de una esquina y la volví cuidadosamente. ¡Algunas palabras y varios signos de puntuación se habían levantado girando noventa grados en el papel!

Sorbí otra vez de mi taza de café y fui volviendo al resto de las cuartillas. En todas había ocurrido lo mismo. Con mucha calma regresé las palabras y los signos a su posición, presionando con el índice hasta estar seguro de que no se levantaban de nuevo. Junté el legajo, lo golpeé suavemente de canto contra la superficie del escritorio, a fin de alinear las hojas y devolverlo a su lugar.

Continué escribiendo, pero ahora de cuando en cuando echaba una mirada a las hojas a mi izquierda. Estaban aparentemente calmadas. Logré concentrarme de nuevo en la historia y las siguientes páginas pasaban a engrosar el grupo de las rebeldes que volvían de nuevo a su estado epiléptico, hasta que tuve que interrumpir otra vez el trabajo, fijando a su posición las saltonas palabras, para lograr que las páginas domesticadas quedaran quietas.

La historia llegaba a un desenlace que me pareció interesante. Medité un momento el efecto final de la narración y concluí el cuento, cuando ya sentía el cansancio en los dedos y en la nuca. Saqué la última cuartilla de la impresora y estiré perezosamente los brazos. El café estaba casi consumido en su taza y mientras veía el vapor saliendo de esta llenando el ambiente con aroma a humedad y a ese gusto tan sentido por la bebida más sagrada que nos ha legado la tierra, llenando la habitación, traté de analizar sobre aquella molesta danza. –Serán las impresoras que fabrican los chinos- pensé, -o acaso la tinta que viene de algún país que no existía en los setenta y que seguro tiene un nombre difícil de pronunciar- No había explicación posible, debía haberlo imaginado. Con las quince cuartillas en mis manos, comencé la lectura reclinándome en el asiento.

Al terminar sonreí satisfecho. Había logrado un buen cuento, equilibrado, interesante, bien pulido. Saqué del cajón central una carpeta, escribí sobre ella el título y la fecha, acomodando en su interior el trabajo.

¡La carpeta se abrió de golpe y el espesor de su contenido aumentó en cuatro o más veces su tamaño!

De nuevo, todas las palabras y signos rebeldes estaban en posición de firmes, pero esta vez todo intento de regresarlos a su lugar fueron inútiles, se incorporaban tercamente.

Con las tijeras comencé, desde la primera página, a cortarlas una por una colocándolas sobre el escritorio. Adjetivos, verbos, pronombres, paréntesis, puntos en todas sus variedades, fueron formando hileras, hasta que el trabajo original quedo lleno de ventanillas, las palabras ahora recortadas se veían inofensivas. Tomé un adjetivo entre mis dedos y fui acomodándolo en su lugar original, en la página correspondiente. El adjetivo solo era expresivo, pero al unirse al nombre resultaba francamente pedante. Tuve que aceptar que en ese caso el calificativo estaba de más; sin embargo, de manera impulsiva continué con aquel ejercicio con todos los papelitos y en cada caso la versión mutilada de mi cuento era superior, fina, menos grandilocuente. Releí todas las páginas y al terminar corroboré que mi trabajo había mejorado notablemente. Reuní todos los recortes y los arrojé al basurero.

Extendí las cuartillas sobre el escritorio y apagué la luz.

Las iba a dejar solas toda la noche, no fuera a ser que todavía les faltara algún brinco.

Ilustración: Marcos E. C.

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