Por siglos se ha estigmatizado a las mujeres que han llegado al poder, en particular a aquellas que lo han hecho por voluntad y a partir de sus propias acciones y no tanto a quienes han llegado a esa posición ante la falta de un heredero varón, muy en particular en el caso de las monarquías europeas.
El objetivo, “alejarlas de la tentación”, ya era suficiente con la competencia entre hombres para lograr el ejercicio del poder como para invitar a la mesa también a las mujeres. Quedaba para ellas el “poder” de la seducción, el “poder” tras bambalinas, mismo que fue ofrecido bajo la idea de ser superior al poder ejercicio de manera directa y sin ambages, porque a partir de éste podían las mujeres, supuestamente, influir indirectamente sobre las decisiones masculinas. Casi tan fácil como entretener a un niño o niña con un caramelo.
En la Biblia se encuentra el mejor ejemplo de la “poderosa” seducción femenina: Herodías convence a su hija Salomé para que seduzca a su padrastro Herodes Antipas, tetrarca de Perea y Galilea, del año 4 a.C al 39 d.C., con una sensual danza el día del cumpleaños de éste y le pida la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja de plata. Hedores ya había mandado encerrar en un calabozo al profeta por reprobar su matrimonio con Herodías, una divorciada, pero no se atrevía a ejecutarlo por temor a la respuesta popular (Mateo14:1-12, Marcos 6:14-29 y Lucas 9:7-9). Sólo bastó un “empujoncito” para que Herodes cumpliera el capricho de Herodías.
Otro ejemplo, más cercano en el tiempo, es el de Ana Bolena, segunda esposa de Enrique VIII, Rey de Inglaterra y señor de Irlanda, de 1509 a 1547, quien sedujo al monarca y lo convenció de que abandonara a su esposa, la reina Catalina de Aragón, para casarse con ella. Para lograrlo, Enrique rompió con la Iglesia de Roma, fundó la Iglesia Anglicana y se colocó a sí mismo como cabeza de la Iglesia de Inglaterra.
Ejemplos como éstos son recurrentes a lo largo de la historia y han servido para alimentar la falsa convicción de que las mujeres no necesitan acceder al poder. Por si eso no bastara, aquellas que han alcanzado la máxima posición se han visto rodeadas de leyendas negras en torno a su sexualidad, como Catalina la Grande, emperatriz de Rusia, de 1762 a 1796, de quien se decía tenía un insaciable apetito sexual.
El punto aquí, es dejar de lado los grandes méritos políticos, militares, diplomáticos de mujeres como Catalina, quien expandiera territorialmente el imperio ruso, hiciera crecer la economía, colocara a Rusia a la par de los países ilustrados y, en resumen, diera a Rusia un esplendor nunca antes alcanzado, para centrarse en sus prácticas sexuales.
Otros intentos por alejar a las mujeres del poder ha sido enfatizar lo oscuro de su ejercicio: arreglos inconfesables, asesinatos, traiciones, corrupción, despojos, etcétera y asociar el hacer de las mujeres con un “deber ser”, el del cuidado, de la maternidad, del “ser para los otros”, de la ternura, del amor, del desprendimiento, del sacrificio. ¿Para qué querría una mujer abandonar las virtudes de la femineidad para unirse a los hombres en el corrupto ejercicio del poder?Pero si, aun estos argumentos no fueran suficientes para mantener a las mujeres al margen, “disfrutando” el lugar subordinado que les fue asignado, mientras los hombres se enfrentaban a los avatares del ejercicio del poder, habría que informales de su “natural” incapacidad para tal empresa.
Desde la filosofía y la teoría política, pensadores como Aristóteles, Hobbes, Locke y Rousseau, sentaron las bases para explicar y justificar, con éxito, la exclusión de las mujeres de la actividad política. Ciertamente, muchas de ellas se “colaron” para convertirse en reinas como Cleopatra, María I de Inglaterra, María Estuardo de escocia, Isabel I de Inglaterra, la misma Catalina la Grande. Sin embargo, ellas son las excepciones a la regla, y sus experiencias no pueden hacerse extensivas a los millones de mujeres que no podían participar en política.
Finalmente, después de siglos de obstaculizar el ejercicio femenino del poder, el siglo XX fue testigo del gradual empoderamiento de las mujeres, como categoría social y no solamente como casos aislados. Poco a poco, los diversos países, especialmente de Occidente, reconocieron los derechos políticos de las mujeres y con ellos su derecho a votar y ser elegidas para cargos públicos.
Y así encontramos a mujeres como Sirimavo Bandaranaike, de Sri Lanka, que en 1960 se convirtió en la primera mujer elegida primera ministra en el mundo; Indira Gandhi, Primera Ministra de la India de 1966 a 1977 y 1980 a 1984; Golda Meir, Primera Ministra de Israel, de 1969 a 1974; Élisabeth Domitién, de la República Centroafricana, quien en 1975 fue designada primera ministra por el presidente Jean Bedel Bokassa, la primera mujer en ese cargo en África; Margaret Thatcher, Primera Ministra del Reino Unido, de 1979 a 1990.
A ellas siguieron, entre otras, la primera ministra Milka Planinc en Yugoslavia, en 1982; la presidenta Corazón Aquino en Filipinas, en 1986; Benazir Bhutto se convirtió en 1988 en primera ministra de Pakistán y primera mujer en dirigir un país musulmán. En los noventa, destacan las primeras ministras Hanna Suchocka en Polonia, Tansu Ciller en Turquía y Sheikh Hasina Wajed en Bangladesh. Vigdis Finnbogadóttir fue la primera presidenta de Islandia, mientras Gro Harlem Brundtland era elegida primera ministra de Noruega en 1981; Mary Mcaleese, en Irlanda, de 1997 a 2011.
América Latina no fue la excepción, un número importante de mujeres accedieron a la presidencia de sus países, es el caso de: María Estela Martínez de Perón, conocida popularmente como Isabelita o Isabel Perón, que fue presidenta Argentina, de 1974 a 1976, y la primera mujer en ocupar ese cargo en sistemas políticos presidencialistas en el mundo (si bien hubo previamente mujeres que tuvieron título de reina o de primera ministra).
Otras mujeres que llegaron a la presidencia de sus países en el siglo XX fueron: Lidia Gueiler Tejada fue Presidenta interina de Bolivia del 1979 al 1980; la nicaragüense Violeta Chamorro, de 1990 a 1997; la guyanesa Janet Rosemberg, de 1997 a 1999; la ecuatoriana Rosalia Arteaga, del 7 al 11 de febrero de 1997; la panameña Mireya Moscoso, de 1999 a 2004; y la haitiana Ertha Pascal-Trouillot, de 1990 a 1991.
En los 16 años que cuenta el joven siglo XXI, muchas más mujeres han ocupado u ocupan el máximo cargo político en sus respectivos países, la gran mayoría de ellas son la primera mujer en ocupar el cargo de presidentas o primeras ministras en sus respectivos países: Angela Merkel, Canciller de Alemania; Cristina Fernández en Argentina; Dalia Grybauskaite en Lituania; Dilma Rousseff en Brasil; Ellen Johnson-Sirleaf en Liberia; Portia Simpson Miller en Jamaica; Michelle Bachelet en Chile; Kolinda Grabar-Kitarovic, en Croacia; Laimdota Straujuma, en Letonia; Sheikh Hasina Wajed en Bangladés; Helle Thorning-Schmidt, en Dinamarca; Kamla Persad-Bissessar, en Trinidad y Tobago; Eslovenia Alenka Bratusek, en Eslovenia; Malta Marie-Louise Coleiro Preca, en Malta; Park Geun-hye, en Corea del Sur; Simonetta Sommaruga, en Suiza; Catherine Samba-Panza, en la República Centroafricana; Erna Solberg, en Noruega; Gloria Macapagal, en Filipinas; Laura Chinchilla Miranda, en Costa Rica; Michèle Pierre-Louis, en Haití; María Do Carmo Silveira, en Santo Tomé; Vaira Vike-Freiberga, en Letonia; Luisa Diogo, en Mozambique; Khaela Zia, en Bangladesh.
Los nombres de algunas de ellas han ido acompañados con sobrenombres como: “la dama y hierro”, en el caso de Golda Meir y de Margaret Thatcher. Por extensión, algunas otras han recibido apodos parecidos, como la «Dama de acero del Comunismo» para Elena Ceauşescu, esposa del político rumano Nicolae Ceauşescu y Vice-Primera Ministra de Rumania durante el gobierno de su esposo. La «Mariposa de hierro» fue el sobre nombre la ex primera dama de Filipinas Imelda Marcos. Por su parte, la ex Secretaria de Estado de EE. UU., Madeleine Albright, fue apodada como La «Dama de Titanio», debido a sus similitudes con Thatcher.
Sin embargo, y de manera irónica, se espera de ellas que den el “toque femenino” a la política, que trasladen el “deber ser” de la femineidad y de la maternidad al ámbito público, en un afán por moralizar el ejercicio del poder. Lo anterior, por supuesto, no ha sido del todo posible, toda vez que las reglas del juego las han impuesto los hombres, quienes por siglos han hecho política siguiendo el esquema planteado por Maquiavelo, de acuerdo con el cual los asuntos públicos no pueden tratarse bajo el esquema de la moral privada.
Bajo esta lógica las mujeres han debido adoptar comportamientos masculinos, incluso la forma de vestir de los varones, para ser aceptadas en los círculos políticos. Pero hoy parece que las reglas están cambiando. Hillary Clinton, caracterizada por su brillante inteligencia, por una sólida preparación formal, por su larga experiencia en política, por su frialdad y capacidad reflexiva, cualidades estas últimas muy apreciadas en los varones, acaba de perder la carrera por la presidencia de los Estados Unidos. Nada menos que frente a un hombre que no tiene ninguna de estas particularidades.
¿Qué pasó entonces? ¿Qué le faltó a Hillary? Se afirma aquí, que le faltó aquello que los filósofos y teóricos políticos adjudicaban a las mujeres, como un defecto, le faltó pasión, empatía, emotividad. Ahora que una mujer ha logrado conjuntar todo aquello que se requería para ocupar los cargos de mayor responsabilidad, las necesidades de los votantes cambian, las reglas se transforman, la política se convierte en espectáculo, la política se alimenta del escándalo, las y los votantes se convierten en espectadores ávidos de políticos estridentes, fanfarrones, intimidantes y Donald Trump les dio todo eso y más.
Pudo conectar emocionalmente con un electorado que no sabe de datos duros, con un electorado que harto de las promesas incumplidas, de políticos que llevan años en el ejercicio del poder sin dar los resultados esperados, se decidió a elegir a un político improvisado, desconocedor de los principales temas que deberá enfrentar a la cabeza del gobierno más poderoso del planeta, pero eso sí bueno para el show y el escándalo.
Por fin, cuando después de siglos de exclusión y de lucha por participar en la vida pública a la par de los hombres, la mujer idónea, en términos de la política tradicional, se acerca al puesto más importante de su país y el mundo, la política cambia y ella se queda, nuevamente como tantas otras mujeres, fuera del juego.