El proceso se complica cuando se dice a menores que no deben estar tristes, que la persona que murió no querría verle llorar, que debe portarse bien porque esa persona lo vigila desde el Cielo, etc.
Por Doctora Cristina Curiel*
El duelo por la muerte de un ser querido constituye, a cualquier edad, uno de los eventos más estresantes de la vida. Sin embargo, para los niños, por su nivel de desarrollo y por lo que aún no pueden comprender, estos eventos pueden representar aún mayor estrés y confusión.
Los niños cuentan con menos herramientas que los adultos para enfrentar momentos adversos, ya que su condición de desarrollo les impide tener acceso al procesamiento de la información o a la descarga afectiva que realizamos los adultos. Mucha de su experiencia se filtra a través de los ojos de sus padres o de otros cuidadores, que les dictan por medio de sus actitudes qué tanto riesgo existe ante una situación particular, qué tan preocupados deberían estar, etc.
Adicionalmente, a los adultos puede generarnos angustia presenciar el dolor de un niño, ya que ve reflejada en el pequeño o pequeña su propia sensación de vulnerabilidad. Esto puede ocasionar que los adultos presenten actitudes de rechazo o negación del proceso, que incluyen pensamientos como “los niños se adaptan rápido a todo” o “los niños se ponen tristes un ratito y después siguen jugando como si no hubiera pasado nada”, temas que tranquilizan temporalmente la mente adulta, pero que obstaculizan a los niños en la comprensión del suceso.
El proceso de duelo comienza desde el momento en que se le comunica a alguien la muerte de un ser querido, por lo tanto, el lugar y la circunstancia en que alguien recibe esta información, así como la forma en que se lo dicen, las emociones que logra expresar o la contención que sienta por parte de quienes lo acompañan, son elementos esenciales para el adecuado desarrollo de este difícil proceso.
En el caso de los niños, los adultos que los rodean y que constituyen su red de apoyo deben tomar en cuenta que sus actitudes impactarán mucho la experiencia del menor; por esta razón se recomienda:
1.- Hablar con la verdad. Los niños tienen derecho a la verdad, y en este caso, a recibir una explicación clara, con palabras que ellos puedan entender, sobre lo que sucedió.
2.- Hacerlos partícipes de los procesos funerarios. A pesar de lo que podría pensarse, el niño o niña se beneficiará de ser parte de los rituales de despedida de su padre o madre.
3.- Permitir la expresión de emociones. Los niños y niñas tienen derecho a que se haga un manejo abierto y genuino de las emociones, tanto las propias como las de quienes los rodean, es decir, es importante que los adultos no escondan su tristeza, y que les aseguren a los menores que pueden expresar lo que sientan, preguntar lo que necesiten saber, etc.
4.- Dar contención. La persona en duelo necesita recibir apoyo por parte de las personas que la rodean. Esto es especialmente importante en el caso de niñas y niños, por la vulnerabilidad y la angustia que pueden sentir. La red de apoyo debe transmitir seguridad, y afirmar que el menor está en un entorno seguro y que será protegido, aunque vean mucha tristeza y preocupación a su alrededor.
El proceso se complica también cuando se le dice a un menor que no debe estar triste, que la persona que murió no querría verlo o verla llorar, que debe portarse bien porque esa persona lo vigila desde el Cielo, etc. Cualquier expectativa puesta sobre el doliente genera potencialmente más angustia y menor posibilidad de vivir y expresar emociones genuinas, que, aunque pueden no ser socialmente aceptables, son válidas y necesarias para la elaboración del duelo.
Algunas de estas actitudes que en ocasiones son difíciles de asociar con el duelo son el enojo, el aislamiento, y especialmente en niñas y niños la regresión a comportamientos de etapas previas.
A pesar del dolor que implican las pérdidas, hay que tener claro que si se cumplen las condiciones mencionadas arriba, el niño o niña puede resolver el duelo y desarrollar resiliencia, que de acuerdo con Boris Cyrulnik (2003), es la capacidad de hacer frente a las adversidades de la vida, y de transformar el dolor para salir fortalecido.
*Es académica del Departamento de Psicología de la Universidad Iberoamericana
Foto: Archivo (Ilustrativa)