Cultura

Ómnibus

Por: MANUEL PÉREZ TOLEDANO

Con la mano abierta, tendí el brazo con displicencia.

Las ruedas del vehículo chirriaron por la violenta parálisis de los frenos. Subí al estribo y el cobrador de pasajes indicóme estrecho lugar en el fondo. Deteniéndome del tubo metálico, colocado en la parte superior, comencé a caminar a lo largo del ómnibus, eludiendo pisar la fila de pies –descalzos unos, en huaraches otros, y con zapatos viejos los demás- de los pobres pasajeros.

No acababa de sentarme, cuando ya el cobrador, había desprendido de su block un verde cuadrilongo de papel. Saqué de mi bolsa una moneda y pagué el importe. Luego, instintivamente, principié a doblar las esquinillas del boleto; mis nerviosos dedos , sirviéndose de las uñas, reducían en infinitos pliegues el minúsculo papel..

En aquella ocasión estaba triste, enormemente triste. Era uno de esos días en que amanece con el alma hastiada de vivir… Uno de esos días en que la adversidad nos muestra sus colmillos filosos, feroces haciéndonos clamar, en la última suplica de la desesperación: “¡DEVORA, DEVORA PRONTO!”

Sí, en aquella ocasión todo me parecía negro y sucio, algo así como si llevase unas obscuras gafas ante mis pupilas desoladas…

Alcé la cabeza, y las dos filas heterogéneas de pasajeros mostraron la doliente penuria de sus vestidos, junto con la de sus macilentos rostros, en los cuales el hambre, el odio y el dolor, habían impreso su mísero tatuaje…

De persona en persona, buscaba un antídoto al desaliento. Más en vano, ¡todo estaba maltrecho y enfermo!: el hombre de los huesos pómulos y las sombrías orejas, antifaz macabro de la tisis; el viejo de las hinchadas venas, red implacable del alambre que oprimía su vida en el abrazo letal de la arterioesclerosis: el niño tuerto que traía en varazos la señora del rebozo agujerado; la jovencita fea, de medias rotas y tacones torcidos. Y hasta el ramo de flores, que sujetaba en manos una anciana flaca, semejaba melancólica ofrenda de difuntos…

Hubo un momento que sentí deseos de levantarme y gritar: “¡Hermanos!”, ¿por qué tanto sufrimiento? ¿por qué en vuestros ojos ya no brilla la llamita de la esperanza? ¿dios se olvidó de vosotros, o sois vosotros los que le habéis olvidado?. No se por qué, pero os veo demasiado huraños, demasiado encerrados en vosotros mismos. Todos os miráis en silencio y con indiferencia. ¿Por qué? ¿por qué semejante egoísmo en la desventura, siendo que ella podría acercaros al creador, en el más puro de los sentimientos?

Un tumbo del vehículo, volvióme a la realidad. ¿La realidad?. ¿La realidad? ¿Pero es que no estaba yo dentro de ella?…

El hombre del antifaz macabro de la tisis, sufría un incontenible acceso de tos, dando la impresión de que todo él escapase por su propia boca.

Súbitamente, los frenos del ómnibus chirriaron su contenida angustia. Se detuvo con suavidad, y subió una mujer, impoluta y transparente cual divino sueño. La atmósfera se impregnó de su sutil perfume, y una claridad astral iluminó los opacos rostros… ¡Oh, la belleza! ¡Sí, era la belleza que había entrado en ese ambiente de horror!.

Contemplando la armonía de su perfil sereno, transportábase uno a vergeles inmarcesibles.

De pronto, un repentino estremecimiento agitó mi dicha, sentí el áspero contacto de una sabandija que subía por dentro de mi. Quise aplastarla: ¡imposible! La muy ruín se ocultaba por entre mis entrañas, continuó ascendiendo, su frío y viscoso cuerpo sangraban mi corazón. Luego sentíala llegar hasta mis ojos y tirar de ellos con furia demoníaca, los cuales, rendidos al fin, fueron escurriendo por el cuerpo de la bella, hasta detenerse en sus rodillas…

En aquellos instantes, el vehículo pasaba por calles bordeadas de arbustos y elegantes casas. En una esquina, ella descendió, igual que el sol por la montaña, cubriéndonos la noche con su ala siniestra.

El remordimiento torturaba mi conciencia, y las uñas de mis dedos se hundían en la piel como afiladas navajas.

Mi pezuña de bestia había humillado a belleza.

El ómnibus, con rugido sarcástico, ensordecía todo. Ahora, deslizábase por barrios sórdidos e inmundos. Ya nada lo detenía marchaba irremisible a su trágico destino.

Y el diablo, risueño, oprimía el volante…

Arriba