Cultura

De crimen en crimen: Bestialidad y obscuridad

Por: MANUEL PÉREZ TOLEDANO

Viéndose libre, Faustino prosiguió su obra. De un solo golpe de cuchillo le cercenó la cabeza a su compadre. Luego, abriéndole el pecho y el vientre en canal, aspiró lárgamente y observó el roto corazón, dividido exactamente a la mitad. “Qué tino tengo”, se dijo ufano. “Nunca me falla”.

Enseguida, con la punta del arma, le desprendió los intestinos. “Pos sí están precisos pa’ hacer moronga”.

Iba a continuar despedazándolo, cuando llegó una pareja de policías, que, con pistola en mano, aprehendieron al energúmeno.

Cuando en uno de los separos policíacos estaba detenido Faustino -el feroz matacochinos, descuartizador de su compadre Crispín-, poco a poco empezó a despertar de un largo y pesado sueño.

Estaba tirado en el piso del calabozo, sobre la humedad de sus propias deyecciones. Un terrible puñado de tinieblas, como si fuera arena, cegaba sus ojos abotargados. Solo sus oídos, el olfato y el tacto le principiaban a desperezarse. Lo primero que registraron sus sentidos fue un alarido horrible, seguido de crueles lamentaciones. El grito le había desgarrado la garganta. Enseguida, un acre hedor a nausea. Y después, la impresión fría y viscosa en sus manos.

Dando tumbos, entre la penumbra de su conciencia, fue concretando el instante: adquiriendo una propicia estabilidad para iniciar la clara orientación, encaminada al reconocimiento preciso de su actual momento de vivir. Su ubicación en medio de esta zona de sombras, donde la cruda moral lo atormentaba.

Lentamente comenzaron a penetrar en sus memoria, ráfagas violentas de luz, como agudos cuchillos que lo hicieran criba. Igual que esos fakires de feria que los traspasan con espadas dentro de una caja. Eran despiadadas ráfagas de luz que iluminaban de súbito suburbios de pesadilla…

De repente un miedo desconocido. Un miedo que estaba más allá de la locura y la muerte, lo hizo levantarse rápidamente del piso. Luego, se lanzó al estrecho ventanillo de la prisión. Su boca y sus ojos se abrieron desorbitados frente a un cielo sin estrellas, negro y desolado. Entonces, Faustino estalló de nuevo en alaridos de espanto y cólera.

Nadie acudió a su llamado. Estaba a solas. Prisionero entre sus propias garras.

De

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